Siempre

La casa es una historia de amor

Media vida después, Braulio sonríe con la boca desdentada, mientras su rostro y sus ojos se nublan de generosos recuerdos sobre el día en que la vio, por primera vez, con amor.

30.11.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Braulio apenas recuerda que nació en el año de la guerra civil de 1924, pero recuerda, eso sí, que fue en el último año de gobierno de Tiburcio Carías Andino cuando conoció a su “Florecita”. Ella era una modesta adolescente llegada a Tegucigalpa desde una aldea de Comayagua; él, un veinteañero capitalino que había heredado de su padre el oficio de carpintero.

Ahora, media vida después, Braulio sonríe con la boca desdentada, mientras su rostro y sus ojos se nublan de generosos recuerdos sobre el día en que la vio, por primera vez, con amor. Aquello fue un día de octubre de 1949 —unos meses después de que el general Carías entregara el poder a su antiguo ministro de guerra, Juan Manuel Gálvez—, cuando, al salir de las instalaciones de la Escuela Francisca Reyes del centro de la ciudad, chocó con unos ojos otoñales a veces verdes, a veces amarillos.

Eran los ojos de Nidia Chaver, unos ojos en los que él quería mirarse para siempre, y en los que todo lo que él había visto existía y respiraba con un hálito de vida impetuoso y salvaje. Así comenzó su larga travesía de conquista. Regresó cada día durante más de diez meses a la esquina del puente Soberanía donde la había visto por primera vez aquel día de octubre, hasta que ella, envuelta en un vestido rosa con puntitos morados que él nunca olvidó, apareció una tarde.

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La observó bajar con paso cadencioso desde la antigua Casa Presidencial hasta el puente, por toda la avenida Soto, mientras el corazón le palpitaba en el pecho como una burbuja que vivía y moría sin descanso.

Al verla llegar hasta la vieja casona de Ángel Zúñiga Huete, y al verla cruzar la calle con dirección a El Jazmín, la interceptó, la miró por un segundo a los ojos de fierecilla asustada y le confesó su amor. Así, de golpe. La primera reacción de Nidia fue de extrañeza y asombro. Luego se sintió aún más rara cuando cayó en cuenta de que, casi sin reparar en ello, aquel hombre moreno, de cejas anchas y cabello rizado, la había tomado de la mano sin ningún consentimiento suyo. Cuando aquel breve entusiasmo terminó, ella lo soltó con violencia, le quitó la mirada y continuó. Lo siguiente fue otro año de aceleración y espera.

Durante todo ese tiempo él la veía pasar sin obtener su atención, su mirada o sus palabras, pero una tarde de agosto de 1951, en el instante en que él se disponía a marcharse, casi resignado, la vio acercarse hacia él con paso lento, comedido: “Cuando tenga su casa, me casaré con usted —le dijo—. Quiero una casa grande, con patio y corredores”.

El mundo le explotó en un instante. Mientras hablaba, él escuchó fascinado aquella voz juvenil, grave y sosegada que jamás había oído. Luego la vio marcharse otra vez, y también él se marchó con la esperanza de una vida nueva, futura. Desde entonces trabajó sin descanso durante casi seis años, y así, la vieja aldea de Comayagüela vio erigida una casona blanca con grandes ventanales de madera y vidrio, portones tallados a mano por él mismo, una muralla de adobe llena de lianas trepadoras, y un jardín interior lleno de flores y plantas.

Se casaron en la parroquia de El Calvario, el último domingo de noviembre de 1957, y vivieron felices e infelices en aquella casa grande construida por amor, donde, ahora, crecen hierbas sobre las paredes y en los patios. Nidia se fue hace 19 años —víctima de “una complicación quirúrgica”—, pero Braulio, que en unos años cumplirá el centenario, desearía poder vivir otro siglo para contemplar, una vez más, los otoñales ojos de su Nidia en la casa que construyó su amor.

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