Tegucigalpa, Honduras.- Ya no podía esperar más. No me sentía bien, era como si estuviera incompleta, así que fui al hospital.
El edificio era grande, con ventanales de vidrio cubriendo toda la fachada frontal. Pasé por seguridad y me dirigí a la recepción, donde expliqué mi problema: —Se me zafó un tornillo y no lo encontré.
Me indicaron que fuera al Departamento de Entregas. Al llegar, vi a varias personas esperando, así que tomé asiento y aguardé mi turno.
Una enfermera, visiblemente molesta, contestaba el teléfono sin parar. Parecía que era su hora de almuerzo y no quería interrupciones.
—No le puedo atender en este momento, estoy con pacientes —dijo con fastidio a alguien al otro lado de la línea.
Luego, dirigió su mirada hacia mí y preguntó qué necesitaba. —Se me zafó un tornillo y no lo encontré —repetí.
No pareció sorprenderse. Al parecer, era un problema bastante común. Buscó en sus gavetas, pero no encontró ninguno. —Vas a tener que comprarlo — me informó.
Pregunté el precio. —L17.25. “Qué barata es la cordura”, pensé.
Fui a la caja a pagar y noté que muchas personas tenían el rostro triste, algunas incluso lloraban. Había gente de todas las edades en aquel lugar, todas buscando alivio para sus propios problemas. No me gustaba estar allí.
Cuando regresé al Departamento de Entregas, me senté. La enfermera sacó un tornillo nuevo y lo colocó en su lugar. Le pedí que apretara los demás, por si acaso se me caía otro, pero me aseguró que estaban bien ajustados.
Le agradecí su ayuda y salí del hospital con todos mis tornillos en su sitio.
El mundo se veía diferente. Yo me sentía diferente. Qué bueno era tener mis anteojos en su lugar otra vez.