Tegucigalpa, Honduras.- Martín está en el bar, dos cervezas nada más, ya había quedado con la mujer, Luisa, a la hora señalada. Se verán en el parque y de allí tomarán un taxi hacia el motel, como lo han hecho siempre.
Después del bar pasa por el boleto de lotería que habitualmente compra los miércoles y los sábados; esta vez, diez millones de lempiras; piensa en las cosas que podría hacer con diez millones, le dicta los números a la vendedora: 38 por su edad, 03 por el amor compartido, 13 el número de habitación reservada, 30 por la fecha en que conoció a Luisa, 02 por las cervezas de preámbulo y, 35, la edad de Luisa.
La máquina emite un leve sonido de roce y arroja el boleto con los seis números. Martín lo guarda en la billetera.
Los dos cuerpos están ahí, yacen plenos, satisfechos por haberse encontrado. El ventilador de techo gira y sopla en el calor de la noche seca que se filtra por la ventana de tela metálica. Se quedan en silencio con la sábana a medio cuerpo. Martín la envuelve con sus brazos nervudos y fuertes, ella se aferra como si naufragara en el oleaje de las sombras en la habitación, se refugia en su pecho y abandona por un instante las complejidades del mundo exterior, se olvida de cualquier asomo de culpa; él la acompaña en ese efímero escape de las cosas y los miedos.
—Conocí a Luisa en una fiesta, en el salón comunitario. Bastará decir que la mujer se cruzó varias veces por el salón, andaba bien vestida y dejaba ver una figura agradable y armoniosa. Bailaba con el que parecía ser su pareja o marido. Cruzamos un par de miradas que atestiguaban cierta conexión al principio, y en la medida que transcurría el tiempo, cierta complicidad, lo demás quedará en detalles innecesarios, digamos que el acompañante se excedió de tragos y acabó dormido al rincón de una mesa, y ella quedó huérfana el resto de la noche, mirando en derredor con una mirada de auxilio, de recatada y discreta vergüenza por el compañero caído en el regazo de la borrachera.
Habían estado, durante un año, en una clandestina comunicación entre mensajes y llamadas, ella, lo más cuidadosa posible de que el hombre, su marido, no se enterara, y él, el amante, el tercero en discordia no tanto, desde la tranquilidad y el morbo de su soltería, confiado e insensible a la intromisión en la vida conyugal de los demás.
Aprovechaban las ausencias laborales prolongadas del hombre para verse. Al principio conversaron, se adentraron en sus particularidades, fueron al cine, al café, se tomaron de la mano a escondidas, acortaron distancias con ardientes besos furtivos, y en el curso natural de los hechos, cuando dos se atraen, consumieron —a fuego lento algunas veces y apresurado otras— el maderamen de su deseo.
—Mis amigas o mis parientes me reprocharían esto, acusarían lo inconforme o malagradecida que soy, que qué me pasa, que tenés un buen hombre, que si ese fue el ejemplo de tu mamá... y otras recriminaciones. A la gente no le gusta ver que alguien rompe sus reglas, se apegan a principios que consideran intocables, amor prohibido, infidelidad, traición; buscan palabras para nombrar a lo que le temen. ¿Acaso puede ser prohibido o vergonzoso el amor, si dos se quieren y se entregan sin mezquindades? Lo de mi marido hace rato que se vino abajo, no sé explicarlo, puedo ser simple y directa y decir que dejé de quererlo, que nos desgastamos en diez años de convivencia, sin hijos, por mi comprobada esterilidad, harta de un hombre acartonado, extremadamente celoso y en el fondo un debilucho. Pero hay miles de motivos por los que se deja de querer...
Martín rompe la tela metálica de la ventana y empuja a Luisa, acto seguido él salta, escuchan los golpes en la puerta y las vociferaciones del hombre, los ruegos del encargado del motel pidiendo calma.
Martín le dice a Luisa que sería una estupidez quedarse a dar explicaciones; un marido, por muy pusilánime que parezca, en la humillación y en la ira es capaz del crimen. Alcanzan a escuchar, ya distancia de por medio, los improperios del ofendido, las detonaciones de los disparos en la oscuridad. A Martín le queda claro: ningún marido es el último en enterarse. Atraviesan callejones oscuros y solares baldíos, llegan acezantes a orillas de un canal de aguas negras, lo atraviesan con la podredumbre a la cintura. En la desesperación, Martín no advierte que el teléfono celular y la billetera quedan en el fondo del vertedero.
Ya en lugar seguro y a salvo, Martín sabe que debe abandonar la ciudad; si el marido se enteró de todos los detalles es porque alguien los vigila con ojo de halcón, quien sea ya no interesa. Luisa tiene la apariencia de un pájaro húmedo, le dice a Martín que hay que dejar atrás todo aquello y marcharse a una nueva vida juntos. A esa hora Martín, con todo el peso y la dimensión del susto y del porvenir, ignora que en la televisión y la radio la voz meliflua de una modelo recita los primeros números del sorteo de la lotería: treinta y ocho, cero tres, trece... el resto nunca lo sabremos.