Selección de Grandes Crímenes: Un secreto siniestro (Parte 1/2)

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  • 02 de marzo de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: Un secreto siniestro (Parte 1/2)

DOCTOR. La camioneta Hummer color rojo intenso esperó a que el guardia abriera el enorme portón de hierro. Era un portón tan antiguo como la casa de piedra rosada y gris que se alzaba unos cien metros más allá, escondida entre las ramas tupidas de árboles viejos, de bambúes enormes, que formaban un arco a veinte metros del suelo, dándole al camino de grava y cemento un aspecto casi medieval. La casa se veía solitaria, pero varios perros ladraban desde el pórtico, contenidos por un hombre maduro que vestía con elegancia, y que esperaba a que la Hummer se detuviera frente a las gradas de piedra pulida, aunque gastada por el paso del tiempo.

De la Hummer bajó el doctor Emec Cherenfant, vestido con sobriedad, y saludó al hombre con una sonrisa agradable; subió las gradas como si tuviera veinte años, y estrechó la mano que le ofrecían.

“Bienvenido, doctor -le dijo el hombre-. Gracias por venir... Mi papá lo está esperando”.

Era el 25 de febrero de 2025. Hacía frío y una niebla fina bajaba de las montañas, como un velo delicado que pronto sería disipado por el sol.

El doctor, seguido del hombre que lo esperaba, entró al vestíbulo, pasó luego a la enorme sala y admiró la estancia como buen conocedor. Estaba adornada por cuadros, viejos algunos, pero de un valor incalculable. Más allá, sobre la alta chimenea de mármol blanco, estaba una enorme pintura, en marco dorado y pulido, con arabescos. Era la pintura de una mujer joven, de unos treinta años, de grandes ojos castaños, pelo largo y ondulado, y busto generoso, el que el pintor quiso destacar con un escote en media luna. Tenía un collar de perlas en el cuello, sonreía, y sus manos estaban una sobra la otra, eran largas y delgadas; en ella lucía unas pulseras y anillos de brillantes. Era imposible dejar de ver aquella imagen, a pesar de que había, en las otras paredes, pinturas igual de interesantes.

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“Era mi madre -dijo, de repente, una voz ronca, aunque suave, saliendo de una butaca de terciopelo que estaba a unos pasos de la chimenea, sobre una alfombra estilo persa-. Tenía treinta años. La pintó un francés, amigo de mi padre, en 1950. Creo que fue en marzo... Tardó dos meses... Quince días después, mi madre desapareció... No la volvimos a ver... Yo tenía diez años, y tres hermanos menores”.

El doctor Cherenfant, que no había visto a aquel hombre al entrar a la sala, se sintió avergonzado, y se disculpó.

“Don Matías -le dijo-, perdóneme... Es que esa pintura es tan... hermosa y sugestiva, que no vi nada más al entrar”.

“Es normal, doctor -dijo el hombre-. Es normal... Y solo personas con gusto por el arte y la literatura son capaces de dejarse hechizar por esa pintura”.

El que hablaba era un hombre viejo, realmente viejo. Estaba sentado, tenía un bastón en una mano y había un andador de aluminio cerca de él. Estaba vestido con elegancia, aunque con un aire antiguo, y de vez en cuando, su mano izquierda se movía involuntariamente. Era alto, delgado, de piel más pálida que blanca, con arrugas profundas, ojos castaños, como los de su madre, y mentón pronunciado, como el de los que padecen prognatismo. Le ofreció una silla al doctor, y este se sentó cerca de él, después de estrecharle la mano.

“Gracias por venir -le dijo el anciano-, se lo agradezco sinceramente”.

“No podía negarme, don Matías -respondió el doctor-. Le agradezco su invitación”.

“Estará de acuerdo conmigo en que es una invitación extraña”.

“Creo que así me ha parecido”.

“Tal vez no había escuchado mi nombre antes de ayer”.

“En verdad, no... Pero me da mucho gusto conocerlo, y estar aquí, en esta casa tan hermosa”.

“La diseñó mi abuelo, en 1860... Era un enamorado de todo lo francés, y quería tener su propio palacio. Y eso fue lo que hizo en miniatura, pero satisfizo sus deseos, y los de mi abuela, su esposa, a la que conoció en Martinica”.

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El doctor Cherenfant se acomodó en su silla, dispuesto a escuchar aquella interesante historia. Sin embargo, don Matías le dijo: “Pero, no es por eso que le he rogado que viniera, doctor. No”.

Hizo una pausa don Matías, y el hombre que esperaba al doctor se acercó con varios ejemplares de diario EL HERALDO, que llevaba en una enorme charola brillante.

“Doctor -le dijo-, creo que ya conoció a mi hijo Matías... Vive conmigo desde que enviudó, y están con nosotros sus dos hijas... Tuvo oportunidad de casarse de nuevo, pero no quiso dejarme... Mi hermana menor vive aquí, con su esposo. Por desgracia, no tuvieron hijos, y envejecieron tristes en este viejo caserón... Sin embargo, doctor, solo mi hijo sabe el motivo por el que le he rogado que viniera a visitarme... Es un secreto que he guardado desde hace setenta y cinco años... Un secreto siniestro, doloroso, que me ha perseguido como un fantasma todo este tiempo... Y ahora, cuando ya estoy cerca de darle cuentas a Dios, quiero que esta historia horrible sea conocida, y que el misterio sobre la desaparición de mi madre se aclare de una vez por todas”.

Hizo una pausa el anciano, brillaron dos lágrimas en sus ojos, las que se derramaron por sus mejillas hundidas, y luego de tomar una buena porción de aire, añadió, viendo al doctor: “Creo que, en cierta forma, no soy inocente de eso, doctor... Y la culpa que me ha perseguido desde los diez años se ha despertado con fuerza, para señalarme, desde que empecé a leer los casos criminales que publica EL HERALDO desde hace años... Leía, leía, y los coleccionaba... Puedo mostrarle la montaña de ejemplares de EL HERALDO que guardo en mi biblioteca... Son un tesoro para mí”.

Calló de nuevo. Una mujer, madura, con un largo pelo trenzado, de hebras blancas y grises, entró a la sala seguida por una muchacha trigueña, baja y bonita, que traía una bandeja en las manos.

“Sé, doctor -dijo don Matías-, que usted es adventista, y, por lo tanto, no toma café... Entonces, le hice preparar un té de lo más delicioso que yo mismo he probado, y que era de los que importaba mi padre desde la propia China... Porque mi padre fue importador y exportador, en aquellos días en que mandaba el general Tiburcio Carías... En realidad, fue mi abuelo el que empezó con el negocio... Se unió a los hermanos Vaccaro, en Nueva Orleans, y empezó enviando banano, en pequeñas cantidades, hasta que ellos crearon grandes compañías... De allí le vino la fortuna a mi padre, que fue, también, inversionista banquero... Y así pudo construir este palacete para mi abuela y sus hijos... En total, tuvo trece hijos... Pero solamente dos con mi abuela... Por supuesto, no desamparó a ninguno, y a cada quien le dio la oportunidad para que se dedicara a su propia empresa, y prosperara... Decían que era de carácter duro, tacaño, pero generoso... Su único mal eran las mujeres, el dinero y los habanos”.

“¿Usted lo conoció, don Matías?”
-preguntó el doctor, después de agradecerle a la muchacha, que acababa de servirle el té-.

“Sí, lo conocí, doctor, aunque tengo vagos recuerdos de él... Ya era muy viejo cuando murió, en 1945... Tenía noventa y cinco años recién cumplidos... Yo tenía cinco... y me gustaba jugar con él... Murió en su cama... Mi abuela había muerto treinta años antes... Lo velamos aquí, como fue su deseo, y lo enterramos en el Cementerio General, al lado de las mujeres que amó toda su vida: su madre, su hermana mayor, y su esposa, mi abuela... Allí descansan sus restos, hasta el último día; el de la resurrección”.

El doctor sorbió un poco de té.

“Delicioso” -dijo-.

“¿Lo reconoce, doctor?” -le preguntó don Matías.

“Chun Mee, don Matías -respondió el doctor-, chino en toda su esencia... Su sabor a ciruela es inconfundible”.

“Mi abuelo lo importaba desde Hong Kong; hacía negocios con los ingleses, que, en su opinión, eran unos avorazados que sangraban a los chinos, y les pagaban una miseria por el té que recogían con sus propias manos... Luego, mi padre se quedó con la empresa, con el compromiso de ayudar a sus hermanos, especialmente a sus hermanas, porque mi abuelo decía que a las mujeres siempre les podía ir mal en la vida, y que debían tener siempre a alguien que las protegiera y nadie mejor que el papá o el hermano mayor... Y mi padre, que amaba a mi abuelo, fue un buen hermano”.

SIGUE LA SEGUNDA PARTE: Selección de Grandes Crímenes: El amor no basta (Parte 2/2)

Don Matías guardó silencio, bebió un poco de té de su taza, y se la entregó a su hijo, que esperaba de pie y en silencio cerca de él.

“Espero que se quede a almorzar conmigo, doctor -dijo, don Matías, después-. Hice preparar para usted confit de pato, sopa de cebolla y un queso camembert que le va a gustar... Todo, en honor a su ascendencia francesa”.

El doctor Cherenfant sonrió.

“Merci” -dijo, dando gracias en francés-.

“Es una historia muy larga -dijo don Matías-. Empieza mucho antes de 1950, tal vez fuera en el 39, cuando mi padre se casó con Marcela Jean-Pierre, mi madre... Ella era veinte años menor que él... que no se había casado nunca”.

Algo se atoró en la garganta de don Matías, y se quedó en silencio por largos segundos. Al final, dijo: “Creo que eso fue lo que desencadenó la tragedia... La juventud de mi madre... Veinte años son muchos, doctor... Y sé que por eso empezaron los celos de mi papá... Yo los oí gritar esa noche, allá, arriba, en su habitación, la que está cerrada desde que mi padre se fue de este mundo”.

Miró hacia arriba, y el doctor Cherenfant vio las gradas por primera vez. Eran amplias y enormes, con pasamanos de mármol, adornadas con bustos griegos tallados en piedra.

“Mi habitación estaba después de la de mis padres... Mi madre gritaba, le decía cosas horribles a mi papá, y él se enfurecía cada vez más... Hasta que, a eso de las once de la noche, todo quedó en silencio... Y, media hora después, lo vi... lo vi todo... Y supe lo que mi papá había hecho”.

El doctor se estremeció.

“Leí varias veces los casos en los que usted ha sido protagonista, doctor -dijo don Matías, como si quisiera dejar para más adelante el resto de su historia-. Aquí están, mire... Todos los ejemplares de EL HERALDO en los que usted forma parte de los casos... El que más me impresionó es el de la niña Clara... Y ese caso terminó de decidirme a hablar con usted... Porque... esto debe saberse... Y estoy dispuesto a atender a la Policía”.

“¿Policía?” -preguntó el doctor Cherenfant-.

“Sí, doctor... Policía... Después de setenta y cinco años...”

CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA

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