DECLARACIÓN. Emec Cherenfant Laurent, doctor en Medicina, cirujano, cirujano plástico y reconstructivo, y especialista en cirugía cráneo maxilofacial, se presentó en la puerta principal del Ministerio Público, en la colonia Lomas del Guijarro, de Tegucigalpa, Honduras. Vestía un traje negro, corbata roja y camisa blanca, con mancuernillas de oro, en las que lucía dos pequeñas esmeraldas verdes como la hierba fresca. Olía a Jean Paul Gautier Le Male y a Ébano for Men by Emec Cherenfant. Lo esperaban dos fiscales y sus asistentes, y le dieron la bienvenida.
“Perdone la molestia, doctor -le dijo uno de los fiscales-, pero, ya que usted no aceptó que llegáramos a entrevistarlo a su clínica”.
“No, no -respondió el doctor-. Mi deber como ciudadano es atender el llamado de ustedes, que son la autoridad... Y aquí estoy, para cumplir con mi deber”.
Entraron al edificio, y llegaron a una especie de oficina privada en la que le ofrecieron una silla al doctor. El fiscal a cargo abrió un expediente que estaba sobre su escritorio y dijo:
“Es lamentable lo que pasa en Honduras, doctor; la violencia contra la mujer es algo que no se detiene, pero contra lo que estamos luchando cada día”.
“En verdad -dijo el doctor-, lamento mucho lo que ha pasado con mi paciente”.
“Y nosotros lamentamos molestarlo, doctor; pero, creemos que su declaración es importante para seguir con el caso”.
“No es ninguna molestia”.
El doctor se acomodó en la silla, le trajeron un bote con agua, y él bebió un sorbo. El ambiente estaba impregnado de los dos perfumes que llevaba el doctor, y el fiscal le preguntó:
“¿Qué perfume usa, doctor?”.
“Ah, el perfume -dijo el doctor Cherenfant-. En realidad, uso dos: Jean Paul Gaultier Le Male a la izquierda, y Ébano for Men by Emec Cherenfant, a la derecha. Este segundo perfume es de mi creación... Siempre quise hacer algo así en la vida”.
El fiscal sonrió.
“Desde hace muchos años he visto la obra que ha hecho usted a favor de los pacientes menos favorecidos -le dijo-, y, créame, doctor, que es admirable... Gente pobre, con graves problemas de deformaciones, tumores o cicatrices feas..., a las que usted ha operado sin cobrarles un centavo”.
“Dios es el que nos ayuda” -respondió el doctor.
“Qué bueno -murmuró el fiscal, abriendo el expediente, y poniendo una fotografía ante el doctor-. Esta era su paciente” -agregó.
“Sí; la recuerdo bien”.
El fiscal le mostró otra fotografía.
“Y así fue como la encontramos”.
El doctor movió la cabeza hacia los lados, con tristeza.
“Era una mujer muy bonita -dijo-, joven y llena de vida”.
“Pero, mire en lo que quedó”.
“El machismo del hombre -dijo el doctor-. No es posible que estas cosas sigan sucediendo”.
En la fotografía estaba el cuerpo desnudo de una mujer de piel blanca, alta y hermosa. Estaba bañada en sangre, y sus ojos, ya sin vida, veían al cielo gris de la aldea Corralitos.
“La atacaron con un cuchillo de cocina -siguió diciendo el fiscal-; el asesino estaba furioso con ella, y la acuchilló sin piedad en el abdomen, y le mutiló los genitales. Incluso, dice el forense que destruyó la vagina con varias cuchilladas violentas”.
El doctor Cherenfant no dijo nada.
“Queremos que usted nos ayude, doctor -siguió diciendo el fiscal-. Es necesario su testimonio para darle continuidad al caso”.
“Con mucho gusto... -dijo el doctor-. ¿Tienen algún sospechoso?”.
“Tenemos uno, doctor”.
El fiscal hizo una pausa, dio vuelta a otras páginas en el expediente y señaló algo con un índice.
“Tenemos este recibo por una cirugía realizada por el doctor Emec Cherenfant... -dijo-. ¿Este es su recibo, y esta es su firma?”.
“Y mi sello, también”.
“Excelente, doctor... Vamos a certificarlo para presentarlo ante el juez”.
“¿Qué tiene que ver el recibo?”.
“Es solo un apoyo para el caso. Nos gustaría que nos diga cómo conoció a la muchacha, y por qué llegó ella a su clínica”.
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TESTIMONIO
“Ella se llamaba Clara -dijo el doctor, luego de tomar otro poco de agua-; tenía veintitrés años, y era muy bonita; era alta, rubia natural, de ojos claros y boca rosada, que no necesitaba del pintalabios... Era muy linda, y muy educada... Venía de un pueblo de Santa Bárbara... No recuerdo cuál”.
“Colinas, doctor... San José de Colinas”.
“Eso es... -exclamó el doctor-. Colinas... Pues, llegó a mi consulta, al principio con algo de vergüenza, acompañada de su madre, una mujer ya mayor, tal vez de unos cincuenta años, quizá menos, a la que se parecía mucho... El papá, un hombre alto, blanco y de rostro serio, esperó afuera de la clínica”.
“Mi esposo no está tan de acuerdo con esto, doctor -me dijo la madre-; pero, le aseguro que es muy, muy necesario... Estas muchachas de ahora no saben cuidarse, y por una estupidez, son capaces de destruir su propio futuro”.
“A ver, señora -le dijo el doctor-; y yo, ¿en qué puedo ayudarla?”.
Hubo un momento de silencio. La muchacha estaba con la cabeza baja, mirando al piso, roja de vergüenza.
“Mire, doctor -agregó la señora-; mi hija Clara tiene un novio; un buen muchacho, y un buen partido... De lo mejorcito que hay en Santa Bárbara... Su papá es agricultor, cafetalero, ganadero y transportista; y tiene otros negocios... Y el muchacho, que se llama Marcos, está muy enamorado de mi hija, lo que a nosotros nos gusta mucho porque sabemos que los padres siempre deseamos lo mejor para los hijos, especialmente cuando son niñas... ¿Me comprende, doctor?”.
“La comprendo muy bien, señora”.
“Pues, mire, doctor... Esta niña hace dos o tres años, anduvo de cachetes embarrados con un hombrecito, un vago de esos que trabajan en los camiones madereros, y el muy zángano la engañó, jugó con ella y solo le hizo el daño... Usted me entiende”.
“Creo que sí, señora, aunque me gustaría que sea más específica”.
“Ay, doctor... Pues, lo que le quiero decir es que ese miserable solo se burló de ella, le quitó su virtud, y se fue diciendo pájaro que comió, voló... Y me dejó a mi muchachita para los perros”.
“Señora, no creo entenderla bien... Pero, lo que más me interesa de todo esto es saber en qué puedo ayudarles... ¿Por qué es que han venido desde Santa Bárbara a mi clínica?”.
La mujer tomó aire con fuerza, para llenar sus pulmones. La muchacha levantó la cabeza y miró al doctor; pero no dijo nada.
“Mire, doctor -añadió la madre-, nosotros fuimos a San Pedro, pero allí no me gustó porque es muy cerca de donde nosotros vivimos; y ya que nosotros hemos visto sus programas, decidimos venir hasta aquí, a buscar su ayuda”.
“Está bien, señora -le dijo el doctor, con algo de impaciencia-; pero, ¿qué ayuda es la que necesita?”
El silencio que siguió a esta pregunta fue largo. Las dos mujeres se vieron por un momento. Había vergüenza en los ojos de Clara.
“Doctor -dijo la señora, dejando salir el aire de sus pulmones-, lo que nosotros queremos es que usted nos ayude para que esta niña vuelva a ser señorita... ¿Me comprende?”.
“Perfectamente” -dijo el doctor.
“Le explico... -lo interrumpió la mujer-. Mi hija y Marcos llevan ya dos años de novios; él es un buen muchacho, y la quiere mucho, pero hay un problema: los padres de Marcos no quieren para su único hijo una mujer... sin su virtud; usada, pues... Y la mamá; especialmente la mamá, le dice a su hijo que si se va a casar, él, y nadie más que él, es el que tiene que estrenar a su mujer; y yo estoy de acuerdo con ella, doctor, porque así deben ser las cosas”.
La señora hizo una pausa.
“Nadie sabe del secreto de esta niña, doctor... Y por eso venimos donde usted; para que la haga señorita otra vez”.
La muchacha miró al doctor.
“¿Se puede hacer eso, doctor? -le preguntó, tímidamente-. ¿Es cierto que se puede hacer esto?”.
La muchacha temblaba de pies a cabeza.
“¿Usted está enamorada de Marcos?” -le preguntó el doctor.
“Sí, doctor... -respondió Clara-. Yo lo quiero mucho, doctor”.
“Y, ¿ha tenido relaciones íntimas con él?”.
“¡No, doctor! ¡No! -exclamó la muchacha-. Él dice que vamos... a hacer eso, hasta en la noche de bodas”.
“Y ¿él le ha preguntado si usted es virgen?”.
“Sí, doctor... Y la mamá; y el papá; y los abuelos, y las tías también”.
“Y, usted, ¿qué les ha contestado?”.
“Que sí, doctor”.
Y la muchacha bajó la cabeza.
“Ajá -dijo el doctor-; y ¿si ellos quisieran confirmarlo? Con un ginecólogo, por ejemplo; o por ellas mismas... Por las mujeres de la familia”.
“Ese es el problema, doctor... Que la abuela, la mamá del papá de Marcos, que también se llama Marcos, dijo que ella quería saber bien, y estar bien segura, de que la esposa de su nieto es niña... Y por eso venimos ante usted”.
El doctor Cherenfant se quedó pensando largo rato.
“Mire, señora -empezó a decir-; yo soy médico, y no me puedo prestar para engañar a nadie... No me lo permite mi ética profesional, ni mi misma formación... Creo que si ellos se quieren, Marcos va a entender que ella tuvo un desliz, una equivocación de juventud, y que eso es perdonable cuando hay amor”.
“No lo entiendo bien, doctor. ¿No nos va a ayudar?”.
“Una reconstrucción de himen es algo muy posible -dijo el doctor-; y se recupera la virginidad, entre comillas, casi en un noventa y cinco por ciento... El himen es una especie de telita, de piel delgada, que solo se rompe cuando hay penetración, pero no se arranca ni desaparece... Queda allí.. Y el cirujano lo que hace es volver a unir las partes rotas... ¿Me comprende?”.
“Sí, doctor; y eso es lo que queremos que usted nos ayude”.
El doctor las miró por un momento largo.
“¿Para engañar a un hombre, señora?” -le preguntó a la madre.
“No es un engaño, doctor -respondió ella de inmediato-. Es para reparar una falta de esta niña... Y para que sea feliz en la vida”.
“¿Con un engaño? Mire que las mentiras tienen patas cortas, y que no hay nada escondido que no haya de ser manifestado...”
“Doctor...”
CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA
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