Selección de Grandes Crímenes: La cosecha de la mentira

"Lo esperaban para matarlo, no le robaron nada. Tiene su anillo de oro, una cadena, una pulsera de oro, también la billetera con dinero, su mochila intacta y su computadora y el teléfono. No tiene golpes"

  • Actualizado: 14 de diciembre de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: La cosecha de la mentira

CAPTURA. Eran las seis y minutos de una mañana cuando agentes de la sección de capturas de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) tocaron a la puerta de una casa en la colonia San Francisco de Comayagüela.

“¡Ábranle a la Policía!” -dijo uno de los agentes, golpeando con fuerza la puerta de metal.

Una mujer, ya entrada en años, abrió y saludó a los policías con ojos asustados.

“Manuel Delgado” -dijo el policía.

“Es mi hijo, señor... Pero...”

El agente se abrió paso a la sala, una estancia pequeña y agradable. Una mujer joven, en camisón de dormir, les salió al encuentro.

“¿Quiénes son ustedes?” -preguntó.

“Ya lo ve, señora, somos policías”.

“Pero, ¿qué hacen aquí? ¿Qué buscan?

“A Manuel de Jesús Delgado Santos”.

“Es mi esposo”.

Los otros agentes habían invadido la casa. Dos niños se aferraban a las faldas de la abuela.

“Se está bañando para ir a trabajar -dijo la mujer-. Yo soy la esposa”.

“Llévenos al baño”.

“Es que se baña en la pila”.

En aquel momento se escucharon dos gritos.

“¡Alto, Manuel! ¡Te detenés o te paro la carrera de un tiro!”.

Estaban en el patio. Un hombre de unos treinta y ocho años, con una toalla alrededor de la cintura, trataba de saltar el muro de bloques del fondo del solar. Dos policías lo agarraron de los tobillos y lo lanzaron al suelo. Allí, le pusieron las esposas y le leyeron sus derechos.

“Estás detenido por suponerte responsable del asesinato de Carlos Adalid Fuentes”.

En ese momento apareció el fiscal.

“Hacemos constar que el sospechoso Manuel Delgado trató de escapar cuando la Policía lo requería”.

“¿De qué me acusan? -preguntó Manuel-. Yo no he hecho nada”.

“¿Y si no has hecho nada por qué tratabas de escapar por el muro?”.

“Porque creí que eran los que me están pidiendo dinero”.

“¿Ah, sí?”.

“Sí, es que...”.

El fiscal detuvo las explicaciones de Manuel.

“Tenés derecho a guardar silencio -le dijo-, todo lo que digás puede y será usado en tu contra en un juicio... Tenés derecho a un abogado... Si no podés pagar uno, el Estado te asignará un abogado defensor”.

“Pero, ¿qué hice?”.

“Se te considera sospechoso de haber dado muerte a Carlos Adalid Fuentes.

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CARLOS

Tenía veintiséis años cuando murió. Era alto, atlético, futbolista y todo un galán. Estudiaba Educación Física en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) y, según el decir de sus familiares y de sus vecinos, era amigable con todos y no se metía con nadie; el único vicio que tenía era el deporte, y el único mal, que le gustaban demasiado las mujeres.

“Y ¿cómo no? -decía su abuelo, llorando ante su ataúd-, si mi muchacho era guapo... Pero, me lo mataron... A traición me lo mataron”.

Fue una noche fría hacía dos meses. Carlos regresaba de la universidad. Le gustaba caminar y nunca tenía miedo porque en la colonia todos lo conocían, y siempre llevaba un par de billetes listos para regalarles a los muchachos que se encontraba en una esquina. Pero, esa noche no regresó a su casa. El taxi lo dejó en la calle principal. Él empezó a caminar hacia su casa, o, mejor dicho, la casa de sus abuelos, situada a unos quinientos metros de allí. No usaba mototaxi. Al llegar a una esquina, donde el poste no tenía luz, le salió al encuentro un hombre. Carlos creyó reconocerlo, pero no tuvo tiempo de nada. Una mano, rápida como un rayo, le clavó un cuchillo en el pecho. El forense dijo que, por la poca sangre que había en su camisa, la muerte fue inmediata. El cuchillo le partió el corazón de lado a lado. Allí encontraron a Carlos una hora después, cuando un hombre que trabajaba como guardia de seguridad regresaba a su casa. Cuando la DPI llegó, una anciana lloraba cerca del cuerpo, al que habían cubierto con una sábana.

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DPI

“Lo esperaban para matarlo -dijo un agente de investigación de homicidios-; no le robaron nada. Tiene su anillo de oro, una cadena, una pulsera de oro, también la billetera con dinero, su mochila intacta y su computadora y el teléfono. No tiene golpes, lo que nos dice que fue una sola cuchillada; rápida, justo en el corazón, a la derecha de la tetilla izquierda... Creo que el asesino planificó y esperó este momento. Creo que tenía motivos suficientes para quitarle la vida”.

“Bueno -dijo otro agente-, es hora de conocer la vida personal de la víctima”.

“¡Uy! -dijo una mujer madura, que llevaba trenzas y se cubría los hombros con una toalla-, era mujeriego... Para mí, que por allí le vino la desgracia... Es que no se contenía... Falda que veía...”

Alguien la hizo callar. Un policía la apartó del grupo de curiosos.

“¿Sabe de alguna novia o amante que tuviera Manuel en esta colonia?” -le preguntó.

“En esta colonia, en la Universidad, y en todas partes... ¡Uy!, si yo me salvé, fue porque ya no estoy para esas cosas... Si no, ese muchacho me hubiera tentado... Es que era guapo y tan servicial y atento”.

“¿Conoce a la novia? ¿Tenía novia?”.

“Novias, señor, novias”.

“Conoce a alguna de la colonia?”.

“Bueno, Frida fue una; Linda fue otra; Laura y Carmen; y Lucinda y la Juanita, la prima Julia”.

“¿Fueron sus novias?”.

“Sí”.

“¿Estaba con alguna de ellas todavía?”.

“No creo, porque las muchachas ahora tienen otra relación y solo les queda el recuerdo de Carlitos”.

El agente guardó silencio, miró a la mujer y le dijo:

“Vamos a hablar después”.

DOS MESES

La mañana en que detuvieron a Manuel, los policías estaban seguros de que él había matado a Carlos. Lo llevaron a las oficinas de la DPI y empezaron a interrogarlo.

“Quiero un abogado” -dijo, ya vestido y más sereno.

“¿Nos vas a decir por qué mataste al muchacho?”.

“Yo no maté a nadie”.

“Y si probamos que vos fuiste, ¿qué vas a hacer?”.

“No van a probar nada”.

En ese momento, inspecciones oculares estaba haciendo un cateo en la casa de Manuel. No encontraron nada.

“Busquen cerca de la escena del crimen” -les dijo un oficial.

“¿Qué se supone que debemos buscar?”

“Tal vez el cuchillo o un duende que les diga quién mató a Manuel. ¡Hagan su trabajo!”.

Mientras tanto, en un centro comercial, dos agentes femeninos conversaban con una mujer. Era la que habló con el investigador en la escena.

“Sabemos que a Carlos lo mataron por líos de faldas -le dijo una de las policías-. Y creemos que Manuel es el culpable... Tenemos declaraciones de una muchacha de la universidad... Y ella dice que Carlos andaba con una mujer ajena”.

“Eso no es noticia” -dijo la mujer.

“¡Ah, no!”.

“No -dijo la mujer, en tono confidencial-, aquí, entre nosotras, le gustaban más las mujeres ajenas”.

“¿Cree usted que se entendiera alguna vez con la esposa de Manuel, el que tenemos detenido?”.

“Pues, eso no sé... Pero, si ustedes dicen que este Manuel lo mató, no ha sido de gusto”.

“¡Verdad!”.

“¿Por qué no hablan con la esposa?”.

Las mujeres sonrieron.

Había pasado el tiempo. Ya Manuel tenía tres horas de estar en la oficina. Su abogado estaba con él.

“Hable conmigo -le dijo-, al abogado y al doctor no se les miente... Si usted es responsable, podemos llegar a un acuerdo con la fiscalía y tener un juicio abreviado, rápido, y le reducirían la pena... Si es inocente, deme los elementos para poder defenderlo. Si es culpable, la Policía es capaz de demostrar esa culpabilidad; y no es por casualidad que está usted aquí... Me han dicho que tienen testigos protegidos, y que es mejor que usted colabore”.

En aquel momento entró a la oficina un agente.

“Terminó, abogado -dijo, con tono serio-; ya la esposa de este señor confesó todo”.

Manuel dio un salto.

“¿Qué es lo que dice?”.

“Que Tania confesó todo... Dijo por qué usted mató a Carlos... Está claro... Ya no hay trato con el fiscal”.

Entró el fiscal.

“¿Vas a confesar? -le preguntó-. ¿O te traemos a tu mujer para que nos diga toda la verdad en tu cara? Y también la vamos a detener a ella... ¿Qué decís?”.

“¿Qué les dijo mi mujer?”.

“Lo que vos ya sabés”.

“Esa perra...”

“Ella te traicionó con Carlos... Se enamoró de él, y se entregó a él; te diste cuenta, tuvieron problemas, los normales, vos la perdonaste, pero decidiste matar al muchacho... es así de simple, y el juez no va perder tiempo en mandarte unos treinta años a la cárcel”.

“¡Usted está intimidando a mi cliente! -gritó el abogado defensor-. Eso es ilegal”.

Y, volviéndose a Manuel, le dijo:

“Desde ahora, no diga nada... Lo que tenga que decir, consúltelo antes conmigo. ¿Entendido?”.

“Esa maldita” -dijo Manuel.

“¡Cállese!”.

“Abogado -dijo este-, ¿qué beneficios tengo si confieso?”.

“Juicio abreviado, pena mínima -respondió el fiscal. Es la mejor decisión”.

“Lo están engañando, señor... Nada de lo que aquí diga servirá en un tribunal... Su mujer no ha dicho nada”.

Manuel bajó la cabeza.

“Yo lo maté -dijo-. Lo vigilé por diez largas noches, hasta que tuve la oportunidad... El maldito preñó a mi esposa, y tuve que hacerle un aborto... Yo la quería, pero, empecé a odiarla... después de matar a ese basura, la iba a matar a ella, y me iba mojado para Estados Unidos o para donde fuera”.

FINAL

Dos horas después llegaron la mamá y la esposa de Manuel. Le traía comida y ropa.

“Maldita -le dijo Manuel a su esposa-, vos les dijiste todo... Vos me hundiste”.

“Yo no hablé con nadie, Manuel... Nadie me ha preguntado nada”.

“Ellos me dijeron que estabas aquí y que habías confesado”.

“Yo vengo de la casa con tu mamá”.

Manuel no dijo nada más. Ya nada podía hacer. Diez minutos después, entraron dos agentes. Uno llevaba en una bolsa plástica un cuchillo sucio de sangre seca y tierra.

“Estaba debajo de unas piedras, a unas dos cuadras de tu casa -le dijeron a Manuel-. Creemos que tiene tus huellas digitales... Mataste a Carlos, te fuiste, llevaste el cuchillo y lo escondiste debajo de esas piedras que a nadie le interesan porque es una construcción abandonada”.

Manuel miró el cuchillo. Era largo, de punta fina, afilada y delgado, con mango grueso. Lo habían desgastado hasta convertirlo en casi un estilete.

“Tiene restos de sangre y estamos seguros de que es de Carlos. Y, con tus huellas en él”.

El agente calló. Manuel lo había interrumpido.

“Y ¿ya de qué sirve eso? ¿No confesé ya? Ahora, que el fiscal me cumpla el trato”.

Dijo esto y miró con odio a Tania.

“Cuiden a los niños -les dijo a las mujeres-, ya terminó todo. Perdón, mamá”.

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