Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Gonzalo Sánchez y la bella Lulú

Muchas veces algunos van por lana y terminan trasquilados
27.08.2023

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- GRADAS. Eran las cinco de la mañana de un día nubloso y frío de noviembre de 1995. Aunque no había llovido en Tegucigalpa, había humedad en el ambiente, y hacía la madrugada agradable. Aparte de eso, soplaba un viento helado que bajaba desde el cerro El Picacho, que estaba cubierto por un blanco manto de nubes. En su casa, Gonzalo Sánchez acababa de bañarse, y se estaba vistiendo de saco y corbata, cuando recibió la llamada.

“Abogado -le dijeron, desde el otro lado de la línea-, tenemos un caso... un homicidio... Nos acaban de avisar desde la Policía”.

“¿Dónde pasó?” -preguntó Gonzalo, poniéndose la camisa.

“En las gradas que bajan desde el Estadio Nacional...”.“Bien -respondió Gonzalo, interrumpiéndolo-; nos vemos allí en diez minutos... Lleven al equipo de inspecciones oculares, y que vayan unos cinco agentes de investigación... ¡Y cuiden la escena del crimen!”.

“¡Ay, abogado!; sí, la Policía llamó, ellos ya contaminaron la escena...”.

“Entonces, vayan más rápido que volando”.

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Era una escena sangrienta. Gonzalo se detuvo frente a la víctima, y empezó a ver cada detalle.

“Por la cantidad de sangre, vemos que este hombre murió desangrado -dijo-.

Y el arma con que lo atacaron está ahí... El pico quebrado de esa botella de cerveza”.

“Abogado, este pico de botella lo recogieron los policías”.

“Lo imaginé... Ni modo. Ellos son así. Pero tal vez encontramos alguna huella digital extraña a los policías...”.

Gonzalo Sánchez hizo una pausa, se puso las manos en la cintura, y siguió observando la escena, mientras los agentes recogían pedazos de vidrio de las gradas.

El muerto estaba boca arriba, con los ojos abiertos, y la boca con la lengua de fuera, como si en los últimos momentos buscara el aire desesperadamente. Tenía golpes en el rostro, golpes que dejaron marcas profundas, incluso, tres que presentaban inflamación, señal de que fueron hechos mientras vivía. Pero lo más horrible eran las heridas. Tenía heridas en los brazos, en las manos y en la cara; sin embargo, la más grotesca era la que tenía en el lado izquierdo del cuello. Gonzalo acercándose a él, tratando de no poner los pies en el lago de sangre que había bajado hasta diez gradas, dijo, observando la herida:

“Este hombre fue atacado primero a puñetazos; en los nudillos de las manos se ven señales, heridas y hematomas, que nos dicen que dio varios golpes con fuerza. Y los golpes que tiene en la cara, nos dicen que fue un hombre alto y fuerte el que lo atacó. Es posible que el otro estaba perdiendo la pelea, y fue en ese momento en el que agarró la botella de cerveza, que tal vez estaba bebiendo, la quebró y atacó al hombre con el pico quebrado, causándoles varias heridas, y una que le cercenó la carótida, o yugular, provocando que se desangrara en poco tiempo”.

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“El hombre tiene todas sus cosas en las bolsas del pantalón, abogado”.

“Entonces, no estamos ante un robo... Pero ¿por qué se dio la pelea?”.

Hubo otra pausa. Un agente del Departamento de Investigación Nacional (DIN) que estaba entre los policías, dijo, a manera de burla:

“Estos novatos no van a resolver este caso... eso es para gente con experiencia... estos detectives todavía están con la leche en los dientes”.

Génesis

Eran los días en que se estaba dando la transición del DIN a la DIC. La Dirección de Investigación Criminal nacía con grandes expectativas, y los muchachos trabajaban con mucho entusiasmo y entrega; porque eran muchachos los que iniciaron en la DIC, bajo la dirección del doctor Wilfredo Alvarado, un psiquiatra honesto y de gran prestigio. Y, con él, estaba Gonzalo Sánchez Picado, de profesión abogado, un hombre sencillo, veintiocho años menor, y con una inteligencia natural para la investigación criminal. Eran los primeros pasos para la creación de una Policía de Investigación Científica, y tenía a los mejores maestros. Instructores del Mossad de Israel, criminalistas del FBI, expertos de la Guardia Nacional y de la Policía Civil de España, la Sûreté, de Francia, Scotland Yard, de Inglaterra... En fin, hombres y mujeres que tenían una trayectoria prestigiosa en investigación criminal, y que formaron a los primeros agentes de investigación de la nueva DIC de Honduras.

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Todavía son de grato recuerdo Adán del Cid, el famoso H-3; Elmer Oswaldo Sánchez, que falleció hace unos años, pero que fue un excelente investigador; Adán Matamoros, Juan Francisco Maradiaga, el gran “Pachico”, un policía de corazón, considerado entre los mejores; Carlos Castro Pérez, César Alexis Ruiz, quien gracias a Dios y a su dedicación y honestidad ya es sub comisionado de Policía; Bessy Amaya, Lorena, Patricia Hernández, Lucy Fugón, Carla Alejandra García, Pedro Higinio Gonzales, Elvia Leticia Hernández, Dimas Cerrato, Marcos Campos, alias “Campitos”, que ahora es uno de los mejores fiscales del Ministerio Público; José Reynaldo Canales... ¡En fin! Un equipo de excelentes investigadores criminales, a quienes deseo hacer un homenaje en estas líneas, por su entrega, su devoción y la huella positiva que han dejado en la lucha contra el Crimen en Honduras. Fueron muchos los casos que resolvieron, trabajando científicamente, y bajo la dirección de Gonzalo Sánchez; casos como el de Vicenzzina Trimarchi, Sigfrilda Shantal Pastor, los asesinatos de la bruja Cleo..., y este, que los detectives del DIN dijeron que nunca podrían resolver “esos novatos”.

Gonzalo

Se puso de pie Gonzalo, y les dijo a los técnicos de inspecciones oculares.

“Busquen en los alrededores de la escena del crimen. Tal vez encontramos algo que nos ayude a dar con el criminal”.

El sol ya estaba alto en el cielo, aunque siempre hacía frío, y el zacate a la orilla de las gradas estaba húmedo, y crecido. Pero por ahí se movieron los técnicos. Y Gonzalo con ellos.

De pronto, alguien gritó:

“¡Abogado, aquí hay algo que le va a interesar!

”Se acercó Gonzalo al muchacho y este le señaló algo con el índice. Gonzalo sonrió.

“Una bolsa para embalaje -dijo-. Creo que ya solo es cuestión de tiempo para que encontremos al criminal.

Con sumo cuidado, Gonzalo levantó un zapato de mujer de tacón alto de aguja. Era un zapato brillante, dorado, de punta cerrada, y que tenía manchas de sangre. Se lo acercó a la nariz, y lo olió con cuidado.

“Perfume de mujer..., -dijo-. Parece Chanel 5...”.

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El técnico, mientras abría la bolsa de plástico para embalaje de indicios, comentó:

“Abogado, ese zapato es muy grande... Es como si fuera de una mujer alta, muy alta”.

Gonzalo lo miró y dijo:

“En realidad, fue hecho para una mujer alta, y elegante, seguramente... Es un zapato del 42, tal vez... Pero, este zapato, anoche no lo estaba usando una mujer...”.

-“¿No?”.

-“No”.

-“¿Entonces?”

“Un travesti... un homosexual... Debe ser un hombre alto y fuerte, no solo por el pie, que seguramente es grande, como este zapato, sino por los golpes que tiene la víctima en la cara; golpes que fueron dados con ira por alguien fuerte y que sabe usar los puños... Además, este “hombre”, entre comillas, estaba bebiendo cerveza... Busque más botellas alrededor de la escena, y van a encontrar unas cuantas más”.

Gonzalo hizo otra pausa.

“¿Por qué pelearon estos dos hombres? ¿Se conocían?, o la víctima, ¿era un posible cliente del homosexual que estaba en estas gradas, tal vez esperando...? ¿Quién empezó el pleito? ¿No se dio cuenta el dueño de este zapato que se fue de la escena del crimen con un solo zapato? O es que, cuando vio a este hombre desangrándose, tiró el pico de botella a un lado y salió corriendo, se dio cuenta que iba con un solo zapato, se lo quitó, y se fue de aquí, descalzo...”.

El Obelisco

Esa misma noche, Gonzalo, a eso de las diez, llegó al parque El Obelisco, en Comayagüela, con el zapato en una mano. Ya estaban allí varios homosexuales, a la espera de clientes, derrochando sensualidad.

Unos calzaban botas que les llegaban arriba de la rodilla, de altos tacones, sobre medias caladas que se perdían debajo de una faldita de pliegues que hacía juego con una blusa escotada en la espalda; otros, con vestidos cortos, sensuales y provocativos; otros, con pantalones de azulón, botas y camisas que llevaban abiertas hasta medio pecho, para lucir un poco más sus atributos... Unos con pelo corto, otros con pelucas de colores; unos oliendo a perfumes caros; otros, oliendo delicadamente, con carteras colgando de los hombros. ¡En fin! Un grupo que luciría espectacular en una pasarela...

“Perdonen, niñas -les dijo Gonzalo, después de saludarlas-; vengo donde ustedes porque necesito su ayuda...”.

“¿Son policías? ¡Uy, fuchi! No queremos nada con ustedes”.

“¡Ay, Milena!, no seás así; a mí me gustan los policías...”.

“Allá vos, Laisa... Pero yo no hablo con juras... ¿Verdad, Rubí?”

“Uy, niñas; no seamos descorteses... Tal vez podemos ayudarle a la autoridad...”.

“¡Uy, sí...! Como si la autoridad fuera buena con nosotras...”.

“Miren, niñas; si en algo podemos servir..., pues es nuestro deber... A ver, señor, ¿en qué le podemos servir? ¿Qué es lo que quiere saber?”.

“Mirá, Laisa, si es que buscan a uno de los clientes...”.“No, vos... Esperate...”

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Laisa se acercó a Gonzalo, alta, de piernas blancas, busto abultado y largo pelo negro; olorosa a jazmines, masticando chicle, y con los labios rojos como la sangre. Y provocativa, por supuesto. Gonzalo la miró. Ella le dijo:

“Mire, señor, antes de decirle nada, tengo que advertirle que tenemos muchos amigos... Buenos amigos. Aquí vienen a buscarnos hombres poderosos. Militares de tres y cuatro estrellas, policías de los altos, diputados, diplomáticos, de esos que vienen de otros países, unos cuantos jueces y ricachones que están bien con el gobierno y que nos han dicho que, cualquier problema que tengamos, solo los llamemos, porque nosotras somos mejores que sus propias mujeres... ¿Sí me entiende?”.

“Sí, la entiendo -le dijo Gonzalo-; pero no vengo a preguntarle por ninguno de sus clientes...”.

“Entonces... ¿Es que quiere irse con alguna de nosotras? Míreme a mí... ¿No le parezco atractiva?”.

“No -le dijo Gonzalo-; tampoco vengo por eso... Es que quiero que me ayuden a encontrar al dueño de este zapato”.

Y, levantando el zapato, y alumbrándolo con la luz de un foco de mano, para hacerlo más visible, se lo enseñó a Laisa. Luego, se acercaron las otras muchachas.

“¡Ay, no! -gritó una de ellas-. ¡Ese zapato es de la bella Lulú! ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le pasó, señor? ¿Qué le pasó a la bella Lulú? Mire que tenía que venir hoy, y no se ha aparecido por ninguna parte...”.

Y los gritos de la “niña” alarmaron a sus compañeras.

“¿Saben ustedes donde vive la bella Lulú? -preguntó Gonzalo.

La bella Lulú

A las seis de la mañana, un equipo de agentes de la DIC rodeó la casa de la bella Lulú. Gonzalo tocó la puerta tres veces. Salió a abrir un hombre de agradables facciones.

“Somos de la Dirección de Investigación Criminal -le dijo Gonzalo-; y queremos hablar con usted”.

“¡Ay, no! -exclamó la bella Lulú-. ¡Dios santo! ¿Por qué me tenía que pasar esto?”.

Era alto, delgado, de largos brazos y puños gruesos. Tenía golpes en la cara y heridas de defensa en las manos y en los brazos.

“¿Es suyo este zapato?” -le preguntó Gonzalo.

-“Sí, señor...”.

El fiscal se acercó.-

“Tenemos una orden para revisar su casa” -le dijo.

-“Está bien, señor”.

Allí estaba el otro zapato, manchado también con sangre.

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-“¿Por qué lo mató?” -le preguntó Gonzalo, cuando dos agentes esposaron a la bella Lulú.

“Yo no quería, señor -dijo él-. Yo estaba en las gradas que bajan del estadio, esperando esa noche en El Obelisco; y él apareció, y empezó a enamorarme... Yo estaba tomando cervezas, y él se me acercó, y me dijo que le gustaba... Pero es que él creyó que yo era una mujer...”

Se detuvo aquí la bella Lulú, y después de tomar aire, agregó:

“Él empezó a besarme, y a tocarme y a acariciarme por todas partes... Pero yo no dejaba que me tocara adelante, porque ya estaba encandilado... Y no sé en qué momento me tocó... Y se dio cuenta que no era una mujer... Entonces, me insultó, y empezó a golpearme, y a decirme un montón de groserías... Y mire, cómo me pegó en la cara, en el pecho, en los brazos... Y yo me defendí... Agarré una cerveza y la quebré, y no sé cómo fue que lo herí en el cuello... Cuando vi que se caía en las gradas, agarrándose el cuello con las dos manos, me fui corriendo de allí... Pero iba sin un zapato... Y ya veo que a usted le ha tocado hacer las del príncipe, que fue de casa en casa con el zapato perdido de la Cenicienta... Pero, en este caso, es el policía que buscaba a la bella Lulú...”.