Crímenes

Selección de Grandes Crímenes de esta semana: Las cadenas del tiempo

25.11.2017

Parte 2/2

Aquí la parte 1

Una mujer es asesinada a balazos en la puerta de su propio negocio. Los asesinos huyen en una motocicleta pero son perseguidos por la Policía. Uno de ellos cae a un abismo y se quiebra una pierna, el otro trata de escapar y dispara su arma pero muere en el enfrentamiento. La Policía cree que el sicario escapó. Este, con la pierna quebrada, se esconde a pocos metros de la calle y espera que sus amigos lo vayan a rescatar. Cuando los policías se van, lo llevan a un hospital…

Paciente
El médico terminó de poner el yeso en toda la pierna, y dijo, poniéndose de pie:

“Ya está. Ahora debemos esperar que se desinflame un poco la pierna y las molestias por el yeso van a bajar”.

“¿Ya se puede ir, doctor?” –preguntó uno de los compañeros.

“No es conveniente pero si ustedes quieren…”

“¿Usted qué opina?”

“Qué esté en observación unos dos días, cuando menos, porque la fractura es severa y pueden haber daños internos, como en venas que puedan provocar una hemorragia más adelante, y entonces, perdería la pierna si no se le atiende a tiempo”.

“Entonces, que se quede, doctor”.

“¿Cuánto más costará esto?”

“No sé; la cuenta final se las van a dar en la administración el día que la demos de alta”.

Eso fue seis días después. Cuando salieron del hospital, la cuenta pasó de cien mil lempiras.

“Esta vuelta salió cara” –comentó un muchacho.

“Perdimos una moto, una nueve y un conductor, y más de cien mil lempiras”.

“Pero no perdimos al mejor de los gatilleros que tenemos” –replicó otro.

“Cuando se recupere va para San Pedro –añadió un tercero–; hay algunas cosas más que tiene que aprender para que haga mejor su oficio”.

Maestro

El hombre, de cabeza rapada y cara seria, aplaudió con fuerza cuando la moto se detuvo frente a él en medio de una nube de polvo.

“Perfecto” –dijo.

“¿Estamos listos?”

“Todavía no puede salir a la calle… Quiero que maneje mejor la nueve y que afine la puntería en movimiento…”

“¿Cuánto tiempo más?”

“Un mes”.

“¿Tanto?”

“¡Dije un mes! ¿O es que usted no entiende el español?”

Aquel mes pasó rápido, aunque el entrenamiento fue riguroso. Sin embargo, la puntería mejoró, la cadencia de los disparos en movimiento fue insuperable y la sangre fría se llevó un diez. Era hora de reintegrarse al trabajo.

Misión
“Usted va a manejar esta zona y solo va a recibir órdenes mías y solo me va a dar cuentas a mí, ¿entendió?”

“Entendí”.

“Su primer vuelta es esta… ¿Sabe dónde está?”

“Recuerde que no conozco bien San Pedro”.

“Le voy a asignar al mejor conductor que tenemos, pero quiero un trabajo limpio…”

“¿Qué tan segura es la zona?”

“No se preocupe; a esa hora está limpia de juras y tiene cuatro salidas… Voy a mandar dos equipos para que le cubran la retirada, pero le repito, quiero un trabajo limpio, sin errores”.

“Entendido. ¿Cuándo se va a hacer esta vuelta?”.

“Mañana en la tarde, entre dos y tres”.

“¿Quién es él?”

El dedo fino tocó la fotografía que estaba sobre la mesa.

“Eso no es asunto suyo… Usted hace la vuelta, y ya, sin preguntas, sin comentarios y sin planchas. ¿Sí me está entendiendo?”

“Sí”.

Doña Luz

Había pasado un mes desde que doña Luz fue asesinada en la puerta de su mercadito. La Policía, que vigilaba cerca y supuestamente le daba seguridad, no pudo evitar su muerte y ahora estaba en un callejón sin salida en la investigación del crimen.

“Fueron dos” –les dijo a los agentes un señor que acababa de comprar una bolsa de pan y un jugo en el mercadito, cuando llegó la moto con los asesinos.

“Eso ya lo sabemos, señor –le respondió amablemente uno de los detectives–, pero solo tenemos a uno, el que manejaba la moto…”

“¿El muerto?”

“Sí, el muerto. ¿Usted le vio la cara al que iba atrás?”

“No muy bien–dijo el señor–; era un chavalo pero tenía un pasamontañas y una gorra negra en la cabeza”.

“Qué no era un chavalo, Juan –replicó una mujer madura, levantando la voz–; yo te digo que era una muchacha, una cipota…”

“¿Por qué dice eso, señora? –preguntó el agente–. ¿Usted vio bien al que disparó?”

La mujer hizo una pausa, miró hacia todos lados y, bajando un poco la cabeza, bajó también la voz:

“Mie, señor –dijo, haciendo que el agente se acercara más a ella para que la escuchara mejor–, aquí uno puede ver pero no ha visto nada, puede oír, pero no ha oído nada, y mucho menos puede hablar con ustedes, ¿me entiende?”

“La entiendo, señora, pero si ustedes no nos ayudan, nosotros no podemos darles la seguridad que necesitan…”

“Eso yo lo entiendo bien y por eso les estoy ayudando…”

“Gracias, señora… Ahora, dígame, ¿por qué dice usted que quien disparó contra doña Luz era una cipota?”

“Mire, yo estaba en la ventana esperando que me atendieran, cuando en eso llegó la moto. Doña Luz estaba comiéndose un pan y cuando los vio, se acercó a la puerta, los insultó y les dijo que ya los había denunciado a la Policía… Entonces, el que manejaba la moto le contestó no sé qué cosa, porque a mí ya me habían agarrado los nervios y no oí bien, pero s? vi que al que le disparó…”

La señora tomó aire.

“A mí me extrañó ver aquella gran pistola en una mano tan chiquita y tan fina, o sea, delgada, y que el muchacho tuviera buen cuerpo…”

“¿Cómo así, señora?”

“Pues, que andaba bien entallado, y se veía bien aunque anduviera con chumpa… –respondió la mujer–, pero lo que más me llamó la atención es que andaba las uñas pintadas, y que eran uñas postizas, bien bonitas, de esas de acrílico”.

“¿Está segura?”

“Segura, señor… Para mí que quién mató a doña Luz era una cipota… Yo sé bien lo que le digo”.

Los detectives se miraron por un momento.

“¿Sería posible?” –preguntó uno de ellos.

Nadie le respondió.

“Señora –dijo, después–, ¿cuántos años, más o menos, le calcula usted a esta muchacha?”

La señora se quedó pensando unos segundos.

“Pues, no sé cómo decirles pero para mí que anda por los veinte… Aunque andaba con esa máscara y con gorra, se veía bien finita…”

Nada
Al mes de la muerte de doña Luz, la investigación se estancó. Los informantes no aportaron nada y solo uno dijo que conocía “una chava que desde los catorce la habían entrenado para sicaria, pero que no la veía desde hacía años”.

“¿Cómo se llama? –le preguntó un detective.

“Le decían Lolita”.

“¿Cómo es?”

“Finita, o sea, delgada, no muy alta, blanca y bonita”.

“¿Cuándo fue la última vez que supiste de ella?”

“Hace años que no la veo pero una vez me dijeron que Lolita se había hermoseado y que pegaba bien…”

“¿Quién te dijo eso?”

“Un chavo al que mataron ustedes hace como diez meses”.

“¿Dónde operaba ella?”

“Eso no sé”.

“¿Conocés a alguien más que pueda decirnos algo de Lolita?”

“No, a nadie”.

Los policías no avanzaban nada y, seis meses después, el caso de doña Luz empezó a empolvarse en los archivos.

Golpes
Una mañana, en la Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC, se recibió una llamada. El que hablaba era un agente que estaba asignado al Hospital Escuela. Dijo que una muchacha que acababa de despertar de un coma inducido, quería hablar con la Policía a cambio de protección. No tardó en llegar al hospital un equipo de detectives.

La muchacha era delgada, no muy alta, blanca, pelo amarillo y llevaba uñas postizas, con diseños de colores. Estaba horriblemente deformada.

“¿Qué pasó con ella, doctor?” –preguntó uno de los detectives, mientras dos enfermeras le ayudaban a la muchacha a incorporarse en la cama, para la entrevista.

“Vino aquí hace tres meses –dijo el médico–; la trajeron los bomberos. La golpearon con saña y le rompieron la mitad de los huesos de la cara, todas las costillas, los brazos, los dedos de las manos y una pierna, que ya había sufrido fractura; también le arrancaron varios dientes, a golpe limpio, y la dejaron por muerta en la carretera a Danlí… Cuando llegó, apenas respiraba, una costilla le lesionó un pulmón y tenía varias hemorragias internas. Es un milagro que haya sobrevivido”.

“¿Cómo se llama?”

“Lo supimos hasta ayer, que despertó del coma. Se llama Dolores…”

Lolita
La habían buscado meses enteros. Y la habían condenado a muerte. Cuando la localizaron, alguien dio grito de alegría.

“Está en la casa de una prima, en las afueras de Tegucigalpa –le dijeron al hombre que iba sentado en el asiento del copiloto de una Chevrolet Tahoe, en una calle de San Pedro Sula–. ¿Qué hacemos?”

“¿Están seguros que es ella?”

“Seguros”.

“Vigilen la casa y esperen a que llegue mi gente… Si sale, síganla, y si se da cuenta que ustedes están allí, mátenla. No quiero que se me vuelva a perder. ¿Entendido?”

“Entendido”.

Lolita estaba escondida. No pudo soportar el calor sofocante de San Pedro Sula y había desertado. Entonces, la recaudación de su zona bajó, los rivales la tomaron a la fuerza y sus antiguos amigos la condenaron a muerte. Y la Muerte la veía desde una camioneta oscura, a unos cien meros de la casa de su tía, en una zona montañosa de Tegucigalpa. Cuando “la gente de San Pedro” llegó, la sacaron a punta de pistola.

“No me maten –suplicó–; yo solo me vine a descansar”.

Nadie le dijo nada.

“Quiero hablar con el jefe”.

Silencio total.

Media hora después la bajaron de uno de los vehículos, la llevaron a un lugar apartado de la carretera, y la tiraron al suelo.

“Esto te pasa por traidora” –le dijeron. Luego, empezaron a golpearla. Eran unos diez hombres que destrozaron su cuerpo a patadas. Cuando dejó de quejarse y de moverse, uno de ellos dijo:

“Está muerta”.

“Bueno –respondió uno de ellos–, ya está esta vuelta… Vámonos”.

Pero Lolita vivía. Con el cuerpo deshecho se aferraba a la vida. El problema era que los golpes la habían deformado. Cuando los bomberos la llevaron al hospital nadie imaginó que viviría. Y, tres meses después, hablaba de nuevo.

Sicaria
“Yo no quería hacer lo que hice –les dijo a los detectives–, pero ellos me obligaron; me entrenaron para matar gente desde los catorce…”

“¿Cuánta gente mataste?” –le preguntó el fiscal.

“No sé –respondió Lolita–; no recuerdo… Pero son bastantes… Ellos me mandaban…”

“¿Vos mataste a doña Luz, la señora del mercadito…?” –le preguntó un detective.

“Sí, me encomendaron esa vuelta, y yo pelé a la señora, pero es que nos había vendido a la jura y…”

Lolita habló por más de cinco horas.

“Yo solo quiero que ustedes me protejan –dijo, al final–; ya les di toda la información de las operaciones en San Pedro y de los gatilleros de Tegus…”

“Si la información sirve, te ayudamos –le dijo el fiscal–. Vas a servirnos como testigo protegido…”

“Yo quiero que me arreglen la cara”.

“Los médicos se van a encargar de eso”.

“Y que me borren los tatuajes”.

Lolita estuvo en el hospital seis meses más. Cuando salió, era otra. Sirvió como testigo contra varios de sus antiguos jefes y ayudó mucho a la Policía, sin embargo, un día desapareció y no se le vio más. Fue el día que tenía que testificar contra su instructor y su jefe de San Pedro Sula. La Policía no sabe dónde está, sin embargo, creen que está muerta.

Una noche, varios hombres con pasamontañas y armados con fusiles, entraron a una casa, cerca de la Universidad Nacional Autónoma, redujeron al guardia que vigilaba y sacaron a la fuerza a una muchacha que dormía; luego, la subieron en una camioneta y se la llevaron. Al día siguiente, Medicina Forense hizo el levantamiento de un cuerpo calcinado en una carretera solitaria. Al hacerle la autopsia, el médico dijo que se trataba de una mujer joven a la quemaron viva, y que tenía fracturas en casi todos los huesos del cuerpo, fracturas que eran antiguas, sobre todo la de la pierna derecha… La Policía no ha confirmado que se trate de Lolita