Crímenes

Crímenes: Una rosa muy cándida

25.02.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado algunos nombres.

SERIE 1/2

Prédica

Los gritos del pastor bajaron de tono y una música suave se mezcló con el eco de sus últimas palabras al tiempo que un coro casi inaudible llenaba el salón. Este, de pronto, se quedó estático. Aquel hombre estaba lleno del espíritu y sus prédicas llegaban al alma, y la adormecían.

“Por lo tanto, mujeres –dijo de repente, con una voz que parecía caída del cielo–, estad sujetas a vuestros esposos como la Iglesia está sujeta a Cristo”.

Nadie dijo nada. El coro subía en intensidad.

“¡Porque tal y como se lo dijo el Señor a Eva, la pecadora, en el paraíso –gritó de pronto, lanzando un índice acusador hacia adelante, transformando su rostro como el de un ángel de fuego–, tu deseo será para tu marido y él se enseñoreará de ti”.

Las muchachas del coro dejaron escapar un grito agudo y la música llenó el salón con fuerza.

“¿Quién dice amén?” –gritó el pastor.

Un amén sonoro siguió a sus palabras.

“¿Cómo dice la santa palabra de Dios?” –preguntó, acto seguido.

Nadie respondió.

“¡Maridos, estad sujetos a vuestras esposas!”

Un “¡No!” estruendoso hizo eco a su alarido.

“¿Cómo dice el Señor?”

Un griterío llenó la iglesia.

“¡Quiero oír a las mujeres!”

La voz del pastor era la voz de Dios, entonces, los hombres callaron y las mujeres gritaron como si tuvieran una sola garganta y una sola voluntad:

“¡Mujeres, estad sujetas a vuestros esposos!”

“¡Amén, hermanas!” –exclamó el pastor y, justo después, extendió los brazos hacia los lados, levantó la cabeza al cielo y el coro y la música bajaron su intensidad. La iglesia empezó a cantar. Era como una fiesta en el cielo.

La hermana

“Era un hombre de Dios –dice una mujer que lo conoció de cerca–, estaba lleno del Espíritu Santo y yo creía en él, pero como el diablo no descansa y anda siempre como león rugiente buscando a quien devorar”.

“Era un lobo disfrazado con piel de oveja –dice un señor, ya de sesenta años–; al principio creí en él, pero el Señor me castigó… ¡Bien dijo el Señor: Maldito el hombre que confía en el hombre”.

“Lo que hizo solo Dios puede juzgarlo –dice doña Cecilia–, porque, dígame usted, ¿quién no está libre de pecado?”.

La señora calla, hay en sus ojos algo parecido a una lágrima y siento que hay dolor en su corazón; suspira y es un suspiro triste.

“De eso hace veintiocho años –agrega–, y nadie sabe realmente lo que pasó, o si las cosas fueron como la gente dice… Lo malo que él hizo fue escapar”.

“¿Escapó?”

“Sí, y dejó botada la iglesia y a su familia… Por eso muchos dicen que es culpable”.

Sigue a esto una pausa larga, los cinco viejos feligreses del pastor caído en desgracia miran al suelo mientras las imágenes de lo sucedido pasan rápido por sus mentes. Recuerdan y, como dice el doctor Emec Cherenfant, a veces, recordar es volver a sufrir.

“Yo llegué a la iglesia jovencita –dice doña Marina, una mujer de baja estatura, delgada y de agradables formas, a pesar de los sesenta años que ya lleva encima–; en la iglesia conocí a mi esposo y el pastor nos casó, y me sentía bien bajo su dirección, pero cuando pasó aquello uno como que se decepciona y mi marido me prohibió que volviera a poner un pie en la iglesia…”.

“Fue duro para todos” –dice el hombre, levantando la cabeza.

“Pero más para la familia de la muchacha –agrega doña Cecilia–; ellos siguen sufriendo…”.

“¿Ustedes conocieron bien a la muchacha?”.

“Bien que se diga bien, no –responde la señora, arreglando detrás de su oreja derecha un mechón de pelo blanco e hirsuto–, pero sí que la recuerdo muy bien”.

“¿Cómo era?”.

“Era bonita y sencilla”.

“Tenía unos veinte años –añade doña Marina– y era callada y una buena sierva del Señor… Era una de las doncellas de la iglesia”.

“Pero el diablo que nunca duerme…”

El hombre se interrumpe, me mira con ojos vidriosos y llenos de pena y trata de sonreír. La entrevista dura casi una hora. Ha sido difícil encontrar testigos de “aquello”, como ellos mismos dicen, pero los que encontramos han sido muy valiosos.

“A veces pienso que Dios debe tener más cuidado de sus ovejas –dice el hombre, limpiándose las palmas de sus manos callosas–. Yo creo que eso no debió pasar nunca”.

“¡Ay, hermano! –Suspira doña Marina–. A veces le echamos la culpa a Dios de nuestras desgracias y nos olvidamos de que nosotros somos responsables de lo que nos pasa… Recuerde que bien dijo el Señor: No te equivoques, de Dios no te puedes burlar; lo que el hombre siembra, eso cosechará”.

“Pero Cándida Rosa era una muchacha buena”.

“La tentación, hermano… El diablo que no descansa…”.

Ella

Era bonita, de ojos dulces y sonrisa sincera. Cuando cantaba su voz era magnífica y eso llamó la atención del pastor. Por supuesto, cuando el pastor hablaba, encantaba, y eso llamó la atención de Cándida Rosa. Por desgracia, aquello lo descubrió el diablo y no tardó en meter sus uñas entre ellos, y tan bien las metió que un día Cándida Rosa le dijo al pastor:

“Estoy embarazada”.

El pastor se quedó mudo por largos segundos.

“¿Estás segura?” –preguntó.

“Sí… Tengo dos meses de retraso”.

Un sudor repentino llenó la frente del santo hombre.

“¿Qué vamos a hacer?”

“No sé”.

Cándida guardó silencio.

“Yo escuché la conversación detrás de la puerta –dice doña Marina–, y el mundo se me vino abajo… Pero la plática terminó cuando él le dijo a la muchacha que se fuera para su casa y que él ya pensaría en algo…”

Cándida Rosa salió de la iglesia y el pastor se quedó solo por un minuto, después, salió desesperado.

“Yo salí de la oficina después de él –dice doña Marina–, iba a limpiar después del culto, pero tuve miedo. En la otra oficina estaban los que contaban las ofrendas y los diezmos y sé que no escucharon nada… Ahora solo yo sabía el secreto del pastor y de Cándida Rosa…”.

Dudas

Por varios días, doña Marina vio al pastor pensativo y preocupado, casi no hablaba y dejó de predicar esa semana. Había fundado la iglesia y esta había crecido “porque la bendición de Dios estaba con él”, pero ahora doña Marina estaba segura de que algo grave iba a pasar, como cuando Jehová le dio permiso a Satanás para que llevara la desgracia a la casa del noble Job.

“Yo quería hablar –dice doña Marina–, pero tenía miedo… No se lo dije ni a mi propio marido… Y ¡ay! de la pobre muchacha si se lo hubiera comentado a alguna de las hermanas. Aunque eran devotas y buenas cristianas, había entre ellas muchas que les picaba la lengua”.

“Pero, de todos modos se iba a saber –interrumpe doña Cecilia–, porque como dijo el Señor: No hay nada oculto que no haya de ser manifestado”.

Doña Marina resiente la interrupción y, luego de una pausa, agrega:

“Ella me daba pesar, era tan joven, tan bonita y estaba pasando por aquello… Aunque por un momento me atrevía a juzgarla, me acordé que ni siquiera el Señor Jesucristo condenó a la mujer adúltera y entonces me dije que quién era yo para juzgar a mi prójimo…”

“¿Usted habló con la Policía?”

“Estaba el DIN –exclama la señora, mostrando en su expresión asustada el terror que imponían aquellas tres palabras–, y acuérdese que el pastor era nicaragüense, de los que se oponían a los sandinistas, y era extranjero en esta tierra, como los hebreos en el Egipto de faraón… Los del DIN vinieron a la iglesia, hablaron con mucha gente y nosotros llegamos a creer que si lo agarraban lo iban a torturar y a desaparecer… Acuérdese usted cómo eran esos tiempos”.

“Pero ella se fue con él por su propia voluntad”. “Mire que eso nadie lo sabe… Para mí que ella tenía miedo de que la familia se diera cuenta de que estaba embarazada del propio pastor de la iglesia y por eso ella hizo lo que hizo…”.

Las mujeres se miran por un momento, el hombre, que ha estado callado todo este tiempo, parece con ganas de terminar la plática y el antiguo detective de la Dirección de Investigación Nacional (DIN) desea que acelere la entrevista. Los restos del expediente y los viejos recortes de periódico del caso están sobre la mesa, entre los platos del almuerzo y las tazas de café ya frío.

Época

Aquellos eran tiempos turbulentos, la guerra en Nicaragua entre el Ejército Popular Sandinista y la contrarrevolución estaba en su punto más alto, y más cuando se acercaban las elecciones y la Unión Nacional Opositora, dirigida por Violeta Barrios de Chamorro, estaba segura de derrotar al presidente Ortega y acabar con diez años de comunismo.

En Guatemala y en El Salvador, la lucha contra los guerrilleros era más dura cada día y en Honduras la represión hacía desaparecer a más y más simpatizantes de la izquierda. De aquí que los agentes del DIN fueran más duros, sobre todo con los extranjeros.

“No es que el pastor estuviera metido en cosas políticas –dice el hombre–, pero como era nica y se decía opositor a los sandinistas… y en esa época las autoridades desconfiaban de todo el mundo”.

“Por eso fue que uno de los oficiales del DIN dijo que no se podía confiar en los religiosos que venían a Honduras a engaratusar gente para después meterla en la guerrilla… Miren lo que quiso hacer el padre Guadalupe Carney”.

Doña Marina no olvida las palabras del oficial y las repite como si las acabara de oír.

“Esto hizo que terminara de perder mi fe en el pastor –dice, poco después–, y más cuando me dijeron que lo estaban buscando por secuestrador y por asesino”.

El hombre calla. Los recuerdos lo atormentan. Doña Cecilia se limpia una lágrima y, con voz apenas audible, dice, haciendo rechinar los pocos dientes que le quedan:

“Y cuando encontraron a Cándida Rosa yo creí que iba a odiar a ese hombre para siempre”.

El silencio se impone frío y pesado. Tras largos segundos, el hombre dice, con voz insegura:

“Yo creo que ella tuvo la culpa de todo…”

Doña Marina lo mira con ojos severos. Él concluye:

“Si al menos hubiera sido como la Sulamita que resistió los halagos del propio rey Salomón”.

Se interrumpe de pronto. Doña Cecilia le grita casi en la cara:

“¡Hermano, ella no merecía lo que ese hombre le hizo!”

Continuará la próxima semana...

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