Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Un crimen misterioso (Parte I)

La mora judicial es una de las más graves deudas del Estado con la sociedad

01.11.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

¿Quién mató a Carlos Cruz?

Desde hace muchos años, esta pregunta sigue sin respuesta. Su madre murió pidiéndole a Dios que le hiciera justicia a su hijo. Su padre, un anciano de más de ochenta años, está convencido de saber qué fue lo que pasó con Carlos.

“Pero nadie me quiere creer –dice–, ni los tales fiscales ni los policías… Como si no les importara… ¡Y no fue a un perro al que mataron!”.

El expediente es viejo, muy viejo. Lo que queda de él dice poco del caso, pero el detective de homicidios que investigó el crimen recuerda muchos detalles… que de nada sirvieron para encontrar al criminal.

“A Carlos lo mataron a machetazos en el camino real de su aldea –dice el policía–. El asesino lo esperaba, era de noche, estaba oscuro, acababa de llover y Carlos regresaba a su casa con unos ‘buenos tragos’ entre pecho y espalda. Tenía treinta años, era soltero y vivía con sus padres en El Matasano, entre Francisco Morazán y Olancho… Le dieron una muerte horrible”.

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Según el forense, el primer machetazo le partió en dos el hombro derecho, como si el asesino quisiera asegurarse de que Carlos no se defendiera con su machete. El segundo le partió el muslo derecho hasta el hueso. Una vez en el suelo, el tercer golpe lo recibió Carlos en el pecho, pero no era una herida mortal, lo que nos dice que el hechor sabía bien lo que hacía. Seguramente quería decirle algo a su víctima antes de quitarle la vida. Tal vez así fue, y Carlos lo escuchó mientras se desangraba en el camino lleno de fango”.

El detective hizo una pausa, sacó del expediente una hoja polvorienta y leyó lo que había escrito hacía tantos años:

“Tenía una herida en el cuello, a la altura de la tráquea. Era una herida pequeña, de unos dos centímetros y que, aunque había sangrado, no era profunda ni necesariamente mortal. Creo que el asesino le puso en el cuello la punta del machete, mientras le hablaba… Tal vez le decía por qué lo mataba…”.

En la aldea causó conmoción la muerte de Carlos.

“Era un hombre sencillo –dijo su padre–, pero las pasiones de los jóvenes son como el camino al infierno…”.

“¿Por qué dice eso, señor? –le preguntó el detective–. No lo entiendo bien. ¿Usted sabe por qué fue que mataron a su hijo?”.

“Mire –respondió el anciano–, el por qué, no sé, pero quien pudo matarlo, sí sé… y ante Dios que no me equivoco…”.

“¿De quién sospecha?”

“De Manlio Cruz, un primo lejano de mi hijo… Fueron muy unidos desde niños, pero ya de muchachos se alejaron, y hasta llegaron a odiarse…”.

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“¿Por qué fue eso?”.

“Por unas faldas… Carlos decía que se iba a casar con Herminda, pero a ella le gustó más el Manlio, y se fue con él…”.

“No entiendo bien. ¿No se resignó a perderla…?”.

“De esas cosas no se resigna uno –lo interrumpió el señor–, y menos un muchacho obsesionado… Y de allí se enemistaron”.

“Y, ¿dónde podemos encontrar a Manlio?”.

“A la entrada de la aldea… Allí vive…”.

“¿Con Herminda?”.

“No, con sus hijos… Mina le tuvo tres güirritos… Pero…”.

El señor calló.

“Pero, ¿qué? ¿Pasó algo con Mina?”.

El padre de Carlos suspiró.

“Mire, señor, eso es algo en lo que yo no me quiero meter… Por ahí dicen muchas cosas, y como no se pueden comprobar, porque son así como chismes, o sea, como habladas, pues, uno no puede creer mucho en eso… Así, que es mejor que averigüe usted esas cosas…”.

“¿Qué cosas, don Remigio?”.

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Mina

Fue bonita en otro tiempo pero el cáncer de cérvix se llevó su belleza, su alegría y su vida. Tenía veintiocho años cuando murió, en su propia cama, dejando tres niños pequeños. Estaba en los puros huesos y su sufrimiento era insoportable.

Cuando los detectives de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) llegaron a su casa, quedaban solo recuerdos de ella. Hacía dos años que descansaba en una tumba que siempre estaba llena de flores.

“¿Qué quieren saber?” –preguntó su suegra, una mujer de semblante serio, de baja estatura y ojos de acero.

“Estamos investigando la muerte de Carlos Cruz Rosales –le respondió el agente–, y queremos saber algunos detalles sobre su nuera y sobre su hijo Manlio…”.

“Dejen a la difunta descansar en paz –exclamó la señora, con el ceño fruncido–. ¿Y qué es lo que quiere saber de mi hijo?”.

“Queremos hablar con él, señora”.

“Pues van a tener que esperarlo porque anda en Tegus… comprando mercadería… Aunque, si yo puedo ayudarlos en algo, hablen…”.

“Sabemos que Mina, su nuera, y Carlos se conocían desde pequeños…”.

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“Esta es una comunidad pequeña, señor, y aquí todos nos conocemos… ¿Qué tiene eso de extraño?”.

“Pero, sabemos que su hijo Manlio y Carlos se enemistaron por… ella… Porque los dos estaban enamorados de Mina…”.

“Esos son inventos de la gente… Habladurías, nada más… Mina se quiso juntar con Manlio, y en el corazón de una mujer nadie manda. Cuando se enamoran, nadie puede decirles nada porque solo oyen a su corazón… Así son esas cosas, señor, y ni siquiera uno de padre puede decirle a una hija con quién se va a casar o con quien se va a ir a hacer su vida… Ella estaba enamorada de Manlio desde niña, y Manlio se juntó con ella… Lo que dicen de la enemistad de los muchachos, es pura habladuría… Un día se alejaron, y ya no se volvieron a ver ni a hablar… Así pasan esas cosas…”.

“Pero tuvo que haber una causa, una razón para que dos buenos amigos de la infancia se separaran así…”.

“Pues eso solo ellos lo saben…”.

El detective hizo una pausa. Se quedó pensando largos segundos, y, al final, dijo:

“¿Cómo fue la muerte de Mina?”.

“Horrible, señor, como son todas las muertes por ese cáncer maldito…”.

“¿Estuvo con ella su familia?”.

“Aquí todos somos familia, señor… Y, sí; todos estuvimos con Mina… Hasta que el Señor decidió llevársela”.

“¿Quiénes estuvieron a su lado?”.

La señora arrugó aún más las cejas.

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“¿Por qué pregunta eso? ¿Qué tiene que ver eso con lo que ustedes están investigando?”.

“En una investigación criminal todo es importante, señora”.

“Pues yo no le veo la importancia… Y si quieren saber más de mi nuera, vayan a preguntar a otra parte… O esperen a mi hijo… Yo no tengo nada más qué decir”.

Los detectives se miraron entre sí y la señora entró a su casa.

“Preguntemos allí” –dijo uno de ellos.

Vecina

La casa estaba al otro lado de la calle. Salía humo de la chimenea de zinc y barro, y en la cocina olía a frijoles recién cocidos, a huevo picado, a tortillas tostadas y a café.

“Señora –dijo el detective–, somos de la Policía y estamos investigando la muerte de Carlos Cruz… Queremos hacerle unas preguntas…”.

“Yo no sé nada, señores… Hablen con mi compañero…”.

Un hombre bajo, delgado y de rostro serio salió de un cuarto, se puso un sombrero viejo y levantó la voz.

“¿Qué desean, señores? Aquí no sabemos nada de muertes ni nada de nada”.

“Sólo queremos hacerle algunas preguntas, señor”.

“¿Preguntas de qué o como de qué?”.

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“¿Conoció usted a Carlos Cruz?”.

“Desde chiquitos… Aquí crecieron, señor. ¿Cómo no íbamos a conocerlo?”.

“¿Y a Manlio…?”.

“A Manlio también…”.

“Ellos eran buenos amigos desde niños…”.

“Así es en estos lugares, señor… Todos somos buenos amigos desde niños…”.

“Pero ellos se enemistaron ya de muchachos…”.

“Eso no lo sé, señor”.

“Pero si todo el mundo lo sabe…”.

“Entonces, señor, con el debido respeto, pregúntele eso a todo el mundo. Yo no sé nada”.

“Perdone, señor –dijo el detective, viendo el rostro de piedra del hombre–; ¿usted conoció a Mina, la esposa de Manlio?”.

“Aquí todos nos conocemos…”.

“Ella murió…”.

“Hace dos años, señor”.

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“De cáncer…”.

“Así fue… Ya descansa la difunta…”.

“Dicen que Carlos estaba enamorado de ella”.

“Así dicen”.

“¿Es cierto eso?”.

“Eso no lo sé, señor… Era asunto de ellos… Aquí cada quien se ocupa de sus propios asuntos…”.

“Solo una pregunta más, señor…”.

“Dígame”.

“¿Usted sabe si en los últimos momentos de vida de Mina, Carlos vino a visitarla?”.

“Aquí todos somos muy unidos, señor, y estoy seguro de que todos en la aldea fuimos a acompañar a la enferma…”.

“Carlos también…”.

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“Es posible…”.

“A pesar de que era enemigo con el esposo de Mina…”.

El hombre se mordió la lengua y echaron chispas sus ojos.

“No sé…” –dijo.

Se dejó caer en una silla de madera, puso los brazos sobre el pecho, y miró a los policías.

“Ustedes como que no son buenos en lo que hacen –les dijo, con algo de burla en la voz–; y yo creo que todo lo tienen ante sus ojos”.

En ese momento se escuchó la voz de la esposa, que gritó desde la cocina:

“¡Calláte, hombre de Dios, que esas no son cosas que nos importen a nosotros!”.

“¿Y por qué no, mujer? Yo no digo nada más de lo que dice la gente…”.

“Y eso, ¿en qué te beneficia vos? ¿Te querés meter a líos con esa gente?”.

El hombre había cambiado de actitud de un momento a otro, y había algo de malicia en su mirada. Se quitó el sombrero y después invitó a los policías a sentarse con él en el corredor…

“Traéles café, mujer, y una tortillita con frijoles…”.

“Muchas gracias, señor…”.

“Si se esperan, pueden comerse un pedazo de carne asada…”.

“Está bien”.

El hombre suspiró.

“Mina era mi sobrina –dijo–, y el papá de Carlos es mi primo segundo…”.

Sonrió.

“Si se fijan bien –añadió–, uno de los tres hijos de Mina es diferente…”.

Continuará la próxima semana…