Crímenes

Grandes Crímenes: La sed insaciable

Bien dicen que el vicio es un lento camino hacia la muerte
09.08.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Eran las seis de la mañana cuando Carla dejó la cama y se fue a la cocina. En unos minutos, la casa se llenó con un delicioso olor. Plátano frito, frijoles frescos, huevo picado con abundante tomate, mantequilla escurrida, jamón, café caliente y tortillas tostadas.

Cuando todo estuvo listo, llamó a Marco, su esposo. Su abundante desayuno estaba en la mesa, servido en un plato grande, con la gran pila de tortillas en una manta, para que no se enfriaran, y la jarra de café humeante enfrente. Aquella era la rutina de cada mañana. Su esposo comía con verdadero apetito, y ella estaba feliz en complacerlo.

Tenían varios años de casados, habían procreado dos hijos, y vivían relativamente bien. Marco era cariñoso, responsable y buen padre. Carla no pedía más. Llevaba una vida tranquila, y solo deseaba ver crecer a sus hijos y estar siempre al lado del hombre que amaba. Hasta allí llegaban sus aspiraciones como mujer buena, madre abnegada y fiel esposa.

Y, ¿los defectos de Marco? Bueno, nadie es perfecto.

Sus vecinos del barrio Bella Vista de Comayagüela no eran muy comprensivos, y se metían en todo, y más en lo que no les importaba. El que Marco fumara marihuana no era asunto de nadie.

“Ese olor horrible que se viene de esa casa” –decía una

vecina.

“A mí se me inunda la sala con ese tufo” –decía otra.

“¿Es que ese hombre no piensa en sus hijos?” –preguntaba una tercera.

“Yo voy a hablar con mi esposo seriamente –decía la primera–. Si no denuncia él a este hombre, lo voy a denunciar yo. Y, si no lo he hecho, es porque yo me someto a la autoridad de mi marido, porque él es la cabeza de la casa, pero, si no hace nada, le voy a pedir permiso para ir a denunciarlo a la posta. Esto ya no se puede soportar. Parece que fumara en mis propias narices”.

Marco, que sabía bien lo que opinaban de él, no le daba importancia nada más que a su familia y a su afición, como él llamaba a su vicio.

Desde que inició la pandemia, pasaba todo el día en la casa, y salía solo para comprar droga, allí mismo, en su barrio. Empleado de un banco, Marco hacía trabajo por internet, y era considerado un buen empleado, responsable y capaz. Sin embargo, un día, las cosas cambiaron para Marco… Era algo que no se esperaba.

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Muerte

Eran las dos de la tarde de un día cálido y tranquilo, solitario a causa de la cuarentena por el coronavirus. Las calles estaban vacías, y solo los perros se veían en ellas. Sin embargo, se escuchó el motor de un carro, rompiendo la quietud que ya duraba varios días a causa del temor al contagio. Minutos más tarde, el carro se detuvo frente a una casa, en una calle estrecha. De él bajaron tres hombres, encapuchados que llevaban fusiles AK-47 en las manos y pistolas de nueve milímetros en la cintura. Uno de ellos dio una patada a la puerta de entrada de la casa, entraron y, casi en el acto, empezaron a disparar. El hombre que veía televisión en la sala murió en el acto, acribillado a balazos. Los asesinos registraron la casa, encontraron droga y dinero, le dieron al hombre el tiro de gracia, y se fueron. Los detectives de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) dijeron que la víctima era uno de los más fuertes distribuidores de droga de la zona, que estaba bajo vigilancia y que pronto sería detenido. Pero ahora estaba muerto.

“Pelea de territorio” –dijo un oficial.

Cuando Marco supo la noticia, no se alarmó tanto. Aquel hombre era su distribuidor particular, pero había muchos otros cerca de ahí y no era cosa de preocuparse; además, él tenía una buena provisión de marihuana y cocaína.

“Menos mal que no me va a faltar por un tiempo” –se dijo.

Y siguió consumiendo su droga tranquilo, trabajando en línea y comiendo como Dios manda. Carla era feliz de tenerlo en la casa.

Pero, pronto, la provisión de Marco se fue haciendo más y más pequeña. La marihuana desaparecía, convertida en humo, y la cocaína era menos conforme pasaba el tiempo. Hasta que, un día, todo desapareció. No quedaba ni una grisma de marihuana ni un gramo de polvo de cocaína.

“Ya voy a conseguir” –se dijo Marco.

Pero, como dice el refrán, del dicho al hecho hay mucho trecho, y Marco no encontró droga en ninguna parte. Lo grave de esto era que empezaba a sudar, a sentirse nervioso, irritable e intolerante.

Con el paso de los días, empezó a maltratar a su esposa y a sus hijos, fue descortés con los vecinos y malcriado y altanero hasta con el dueño de la casa. La necesidad de droga se hacía cada vez más urgente, y Marco ya no soporto más.

Una mañana, desesperado, pálido y sin comer, salió de su casa, se subió a su vehículo, a pesar de que no le correspondía salir ese día, de acuerdo a los dígitos establecidos por Sinager, y dejó a su esposa suplicante, llorosa y angustiada. Carla no lo volvió a ver.

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DPI

“¿En qué le podemos servir, señora?” –le dijo el agente de la DPI que la atendió.

“Vengo a denunciar la desaparición de mi esposo” –respondió ella.

Estaba ojerosa y triste, tenía el rostro pálido y se notaba que no había dormido en muchas horas.

“¿Desde cuando desapareció su esposo?” –le preguntó el detective.

“Desde ayer en la mañana. Salió… salió a buscar unas cosas, y no regresó… Lo he estado llamando a su celular, pero está apagado…”.

“¿Cuántos años tiene su esposo?”.

“Veintiocho”.

“¿Trabaja su esposo?”.

“Sí, en el banco tal y tal, pero con esto del coronavirus estaba trabajando en línea desde la casa”.

“¿Le dijo su esposo a dónde iba?”.

“No, no me dijo”.

“Y, ¿le dijo qué eran esas cosas que iba a buscar?”.

Carla guardó silencio y bajó la cabeza, se estrujó los dedos de las manos, y suspiró, mientras un par de lágrimas brillantes rodaban por sus mejillas.

“Fue a buscar droga, señor” –dijo, a media voz.

“¿Droga?”.

“Sí”.

“A ver; explíqueme mejor…”.

Carla se tomó unos segundos antes de responder.

“Me duele decirlo, señor, pero mi esposo es drogadicto… Fuma mucha marihuana y… usa bastante cocaína…”.

“¡Ah, sí!”.

“Sí”.

Carla hizo otra pausa.

“Fíjese que es que un día, unos hombres llegaron a la casa del que vendía la droga allí en el barrio, y lo mataron… Dicen que le llevaron droga y dinero, y que lo remataron, y era el que le vendía la marihuana y la cocaína a mi marido… Por un tiempo, todo estuvo bien porque Marco había comprado bastante un día, cuando le pagaron, y no se preocupó, pero lo que tenía se le fue acabando, y cuando ya no tenía marihuana ni coca, empezó a desesperarse, cambió su carácter, me maltrató, maltrató a los niños, siempre estaba nervioso, sudaba bastante y estaba agresivo; ya no comía y solo pensaba en la forma de conseguir más droga… Por eso fue que ayer, en la mañana, aunque por su número de identidad no le tocaba salir, se fue en su carro, y yo no sé adónde. Y, hasta esta hora no ha aparecido, y su celular está apagado… Tengo miedo de que le haya pasado algo malo”.

El detective suspiró.

“Vamos a investigar, señora. Espero que pronto tengamos noticias de su esposo, y ojalá que no le haya pasado nada malo”.

“Gracias” –contestó Carla, levantándose de la silla, con ojos llorosos.

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Marco

Eran las dos de la tarde cuando se recibió una llamada en el 911.

“Vecinos de La Laguna dicen que hay un cadáver encostalado en una calle de la colonia”.

Cuando la Policía llegó a la escena del crimen, se encontró con un bulto grande, metido en un saco blanco, manchado de sangre. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada.

Cuando llevaron el cuerpo a Medicina Forense se dieron cuenta de que al hombre lo habían torturado con saña antes de quitarle la vida de un balazo en la frente.

“Esto es obra de alguna pandilla” –dijo un detective.

“¿Sabemos quién es?” –preguntó otro.

“Estamos esperando el informe de dactiloscopia”.

Este no tardó en llegar.

Era Marco, el esposo de Carla.

Su muerte había sido horrible. Le quebraron los dedos de las manos, le cortaron el pecho y la espalda con un cuchillo filoso, le amputaron varios dedos de los pies, le quebraron las piernas, seguramente con un objeto pesado, y le arrancaron la lengua. Tenía golpes en la cara y rotos algunos dientes.

“Mi esposo no tenía enemigos” –dijo Carla.

“Entonces –le preguntó un detective–, ¿por qué cree usted que lo mataron?”.

“No sé, señor”.

“¿Sabe usted a dónde iba su esposo y si iba acompañado por alguien?”.

“No, señor. Mi esposo era bien solitario; casi no tenía amistades y en esta cuarentena no salía de la casa, más que para comprar droga, y esto que era cerca de la casa… De ahí, yo no sé nada más…”.

“Entonces –le dijo el detective a uno de sus compañeros–, lo que pasó es que este hombre, en su desesperación por droga, se fue a meter a La Laguna, le preguntó a alguien dónde vendían marihuana y cocaína, y uno de los banderas de los vendedores avisó a alguien… Para mí, que lo que pasó fue que lo confundieron, o con un infiltrado de otra banda de vendedores de droga, o con un policía antinarcóticos que los estaba investigando… Creo que esa es la mejor hipótesis, ya que este muchacho no se metía con nadie, no tenía enemigos y lo único que hacía era trabajar y estar metido en su casa todo el día…”.

“Bueno –dijo el otro detective–, creo que tenemos algunos informantes en la zona… Vamos a hacerles algunas preguntas…”.

Nota final

No había muchas preguntas qué hacer. Un informante confirmó la hipótesis del detective de la DPI.

“Mire, man –le dijo–, el chavo vino desesperado, buscando droga. Estaba nervioso, sudaba y se veía angustiado, como con mucho miedo, y aquí creyeron que es que era miedo a que lo descubrieran como poli infiltrado… Lo llevaron a un lugar, lo interrogaron y, como no los convenció, lo torturaron y lo mataron…”.

Dos días después, los asesinos de Marco fueron identificados. La DPI ya capturó a uno de ellos.

“A los otros ya los tenemos ubicados –dice el detective a cargo del caso–, y es cosa de días para que caigan en las manos de la Policía… Van a pagar la muerte de este muchacho”.

“Pobre –exclamó otro detective, con un suspiro–; a este chavo lo mató su insaciable sed de droga…”.