Ciudad del Vaticano.- Tras la esperada fumata blanca y el tradicional anuncio desde el balcón de la basílica de San Pedro, el mundo conoció a Robert Prevost, el nuevo líder de la Iglesia católica, y también su primera gran decisión: llamarse León XIV, un nombre que, como marca la tradición, refleja una declaración de intenciones desde el inicio del pontificado.
La elección del nombre papal ocurre minutos después de que el cardenal decano le pregunte al nuevo pontífice, aún dentro de la Capilla Sixtina, si acepta el cargo y cómo desea ser llamado.
Al proclamarse como León XIV, el cardenal Robert Prevost no solo aceptó ser el nuevo líder espiritual de la Iglesia Católica, sino que también envió un mensaje sobre el rumbo que podría tomar su pontificado.
La elección del nombre papal es uno de los gestos más simbólicos que realiza un nuevo papa, pues suele inspirarse en figuras pasadas que marcaron la historia de la Iglesia.
El nombre “León” ha sido utilizado por trece papas anteriores, siendo uno de los más antiguos y cargados de significado.
El más recordado es León I, llamado “el Grande”, quien ejerció el papado en el siglo V y es célebre por haber frenado la invasión de Atila el Huno y por consolidar la autoridad del Obispo de Roma como figura central del cristianismo occidental.
Su firmeza doctrinal y su liderazgo durante tiempos turbulentos lo convirtieron en uno de los pilares teológicos y políticos del papado.
También destaca León XIII, pontífice entre 1878 y 1903, conocido por su apertura al diálogo con el mundo moderno y su encíclica Rerum Novarum, que abordó por primera vez el papel de la Iglesia en temas sociales y laborales. Fue un papa reformador, intelectual y muy respetado por su enfoque progresista dentro de los márgenes doctrinales.
Al elegir el nombre León XIV, el nuevo papa parece trazar una línea de continuidad con estos líderes históricos: un guiño a la defensa de la fe en tiempos de desafíos globales, pero también a la necesidad de renovación, diálogo y justicia social.
Una tradición con siglos de historia
Aunque a menudo se asocia con raíces bíblicas, la costumbre de cambiar de nombre al asumir el pontificado comenzó oficialmente en el año 533, cuando el papa electo Mercurio optó por el nombre de Juan II, para evitar llevar el de un dios pagano.
Desde entonces, esta práctica ha perdurado, inspirada en apóstoles, mártires o figuras históricas de la Iglesia.
A lo largo de los siglos, los nombres más repetidos han sido Juan (21 veces), Gregorio (16), Benedicto (16), Clemente (14), Inocencio y León (13 cada uno), entre otros.
Sin embargo, cada elección de nombre tiene un valor simbólico: puede ser un homenaje a un predecesor, una referencia a un santo o una expresión de los valores que guiarán el nuevo pontificado.
Explicación
Un gesto que marca el rumbo
En 2013, por ejemplo, Jorge Mario Bergoglio sorprendió al elegir por primera vez el nombre de Francisco, en honor a san Francisco de Asís, símbolo de humildad y compromiso con los pobres.
En 1978, Juan Pablo I fue el primero en combinar dos nombres, rindiendo tributo a Juan XXIII y Pablo VI, impulsores del Concilio Vaticano II.
El alemán Joseph Ratzinger adoptó el nombre de Benedicto XVI en honor a Benedicto XV, quien lideró la Iglesia durante la Primera Guerra Mundial, y al monje san Benito, patrón de Europa.
Con el nombre de XXXXXXXXXXX, el nuevo Papa se suma a una larga lista de pontífices cuyos nombres han marcado épocas y estilos de liderazgo dentro de la Iglesia católica.