Honduras

Honduras: Desnudamos la esclavitud sexual en los Centros de Masaje

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18.01.2015

Tegucigalpa, Honduras

El teléfono celular estaba listo. Presurosos e inquietos dedos estaban ansiosos por comenzar a desenredar la maraña que se escondía detrás de diminutas letras.

“Se necesitan jóvenes masajistas”, se alcanzaba a leer en la reducida publicación que no brindaba mayores detalles, solo un número telefónico que se convertiría en la puerta principal de nuestra investigación.

Antes de hacer la llamada me fueron dadas las instrucciones: mi voz no debía denotar inseguridad y mis expresiones tenían que despertar verdadero interés para lograr una cita de trabajo.

El ring del teléfono comenzó y la sensación de nerviosismo se apoderó de mi tranquilidad, pero al escuchar la dulce y tenue voz al otro lado del aparato celular, el temor se disipó por completo.

-“¡Hola amor! ¿Qué necesita?”, me preguntó una mujer.

-“Llamo por el anuncio en el periódico de que necesitan masajistas”, respondí de inmediato en tono tímido pero coqueto.

-“¿Usted ya tiene experiencia?”, me preguntó, ahora con una voz bastante seca.

-“No, pero yo soy bien despierta, usted ni se preocupe que yo aprendo muy rápido, además necesito trabajar, por eso le llamo”, respondí.

-“¿Cuántos años tenés?”, consultó, y yo le contesté: “tengo 24”.

-“¿Y segura que sos bonita?”, cuestionó con incredulidad.

-“Pues yo digo que soy bonita y tengo bonito cuerpo, estoy bien cuidadita”, contesté en el mismo tono sarcástico que ella utilizó.

-“Vení hoy para hacerte la entrevista”, me sugirió.

De inmediato contesté: “es que hoy no puedo, estoy en casa de una tía y no puedo salir, pero mañana puedo llegar”, respondí.

-“Mirá, venite mañana a las 2:00 de la tarde, pero ponete pilas porque ya hoy contraté una y solo ocupo cinco”, me explicó.

“Acá vemos cómo sos y si te quedás trabajando, aquí mismo te enseño a dar masajes, yo capacito a todas las que trabajan aquí”, me indicó.

Le pregunté cómo debía vestir para mi “cita de trabajo”, si debía ir “elegante”, a lo que respondió: “a mí me gusta que las muchachas se vistan bien porque aquí son clientes los que atendemos”.

Antes de colgar la llamada le aseguré que al siguiente día estaría a la hora indicada.

El contacto estaba hecho y ahora a la Unidad Investigativa le tocaba poner al descubierto cómo operan algunas de esas casas de masajes que prestan su servicio a clientes necesitados de relajación.

Una visita

Al mediodía siguiente todo estaba listo, los tres equipos de reporteros asumiríamos nuestro rol: dos dentro del lugar al que fui citada y otro desde afuera como medida de reacción inmediata.

Sabíamos que el riesgo era latente al penetrar en una red vinculada a actividades ilícitas como la prostitución.

Con un jean ajustado, un “top” sensual con escote, aretes de gran tamaño, rostro maquillado y tacones bastante altos le di vida a “Rosy”.

Era una muchacha del interior del país que buscaba trabajo para alquilar un departamento y “dejar de sufrir” por el maltrato familiar.

Tomé un taxi para que me trasladara a la “clínica de masajes”, ubicada a varios metros de una de las zonas comerciales más movidas de la capital, pero no sin antes soportar la mirada lujuriosa y los comentarios obscenos de algunos transportistas.

Ya dentro del taxi, una pequeña niña que aparentaba ser la hija del conductor me observaba durante el camino. Su mirada era dulce, pero con un poco de temor.

El taxi se detuvo después de varios minutos de trayecto. La zona referida es de clase media y sin duda alguna ubicada muy estratégicamente.

En sus alrededores está uno de los centros comerciales más populosos de la capital, hay agencias bancarias y varios negocios de comida.

Para terminar de llegar al sitio realicé otra llamada y la voz en el teléfono me terminó de indicar cómo ir hasta el lugar de la cita.

“Caminá hasta el fondo, es una calle sin salida. A mano izquierda vas a ver el rótulo y un muchacho de camisa anaranjada”, me indicó.

Seguramente pasé frente a seis o más casas de habitación hasta llegar a la clínica de masajes. La mirada intimidante de algunos vecinos que observaban mis pasos desde el portón de sus hogares me hizo agachar de inmediato la mirada.

Cerca de mi destino un taxista limpiaba su vehículo, pero detuvo su actividad para mirarme pasar.

Al llegar, los silbidos y burlas de un grupo de lujuriosos albañiles se escucharon en el callejón. Uno de ellos, sin mayor pudor, expresó: “¡Uy mami, qué rica estás, veníte... !”.

Ignoré la aberrada propuesta e ingresé a la casa que exhibía en su parte frontal un rótulo del tamaño de una persona en el que se detallaba la lista de servicios que daba un supuesto salón de belleza y clínica de masajes.

A un metro de la puerta principal, metálica y de color negro, estaba el hombre trigueño de camisa anaranjada, tal y como me lo habían explicado en la llamada. Le dije “hola”, pero no contestó.

Se mantuvo serio y, con un gesto de “pocos amigos”, observándome de pies a cabeza. Parece ser el centinela que custodia a las masajistas del lugar.

Se levantó de su silla y abrió la puerta para permitirme la entrada al sitio.

El local tenía una tenue iluminación provocada por los escasos rayos de sol que penetraban la polvorienta ventana cubierta con una cortina ocre.

Detecté un olor extraño, había una combinación de hedor con esencias aromáticas.

En el interior, una esbelta joven con minifalda que apenas cubría sus glúteos sostenía una plancha de pelo y arreglaba delicadamente el cabello azabache de una dama piel clara, como de unos 45 años, que estaba sentada en una silla negra, de esas que se usan en los salones de belleza.

A sus espaldas estaba un mueble color caoba con un espejo grande que reflejaba el otro extremo de la reducida sala.

En la imagen del espejo a la izquierda se observaba una vitrina de vidrio repleta de elementos de belleza sobre él.

Colgado en la pared había un televisor en el que miraban una telenovela.

En la esquina derecha se ubicaba otra silla de cuero color negro con una base plástica, utilizada para hacer el pedicure.

Y a la par, otro pequeño cuarto tenía espejos en sus paredes, sillas y pequeñas mesas llenas de pequeños frascos de pintura para uñas.

Tres esbeltas mujeres estaban en su interior.

El diálogo

“Hola, pasá, sentate ahí por mientras me terminan el pelo”, me dijo la mujer que sostenía en su mano un cigarro encendido y señalaba un sofá rojo en forma de L invertida en el que estaban sentadas dos jovencitas.

La primera lucía un minivestido color rojo, tan escotado que dejaba ver el brasier color gris que llevaba puesto.

Su pelo estaba muy bien alisado y sus ojos maquillados. Ella me sonrió, se pasó al otro extremo del sofá y me cedió su puesto.

A su lado, su recién llegada compañera vestía un jean azul, una camisa oscura cubierta y unas sandalias de plataforma color negro.

Su rostro tímido no estaba tan maquillado y su vestimenta parecía no estar a tono con el de las mujeres que la rodeaban.

“¿Te costó dar con la dirección?”, me preguntó la misma mujer que lucía bien arreglada con unas leggins negras, sandalias bajas de charol del mismo color y una camisa de tirantes blanca. El escote en la parte frontal dejaba ver un tatuaje en un busto.

“No”, respondí, “tomé un taxi y me dejó aquí arriba en el negocio de pollos, aunque creo que confundí al taxista porque me llevó más abajo”, agregué entre risas para romper el silencio que provocó mi llegada.

-“Contame, ¿y vos has trabajado? Me dijiste que no tenés experiencia en masajes, ¿por qué andas buscando aquí?”, me consultó.

-“Yo trabajé planchando pelo en un salón de mi pueblo, pero masajes nunca he hecho, y yo lo que ocupo ahorita es trabajar porque me quiero salir de ahí donde vivo”, contesté con seguridad.

-“Ahhh, o sea que podés secar pelo, aquí también hacemos de todo eso, los masajes y lo otro que vas a tener que ir aprendiendo”, me comentó con notable picardía en sus ojos y con una sonrisa de medio lado dibujada con sus labios rojos.

-“¿Y qué más tengo que hacer aquí?”, pregunté simulando, con sarcasmo, un poco de ingenuidad.

Soltó una risa burlona para luego contestar: “aquí se hace lo que el cliente pide, si quiere un masaje le das un masaje, pero si él quiere más le respondés como él te pida, y entre más hagás, más ganás”.

“Vayan cipotas, enséñenle nuestro hogar a ‘Rosy’ para que entienda qué va a hacer; se mira pilas esta cipota, viene a hacer pisto esta”, ordenó, sin permitirme continuar con el diálogo.

Las dos jovencitas a mi lado se pararon y me pidieron que las acompañara, señalando la puerta cubierta con una cortina de hilos decorados con semillas de lágrimas de San Pedro y pequeños cristales de colores.

Al entrar había un pequeño pasillo de unos dos metros de largo por uno de ancho que daba acceso a los “cuartos de masajes”.

“Mirá, por aquí damos los masajes, pero ahorita no podemos entrar porque hay tres cipotas nuevas practicando adentro, y los otros están bastante ocupados”, me explicó con aires de picardía la chica de vestido rojo; su nombre es Cinthia y es madre de un niño de 7 años.

En su trabajo la conocen como “la experta” por tener cuatro de sus 21 años laborando como “masajista” en distintos lugares, desde que su madre viajó a Estados Unidos.

El recorrido continuó por el pasillo que a mano derecha daba acceso a los pequeños lujitos de la casa: un reducido spa, un pequeño sauna y un minibar.

-“¿Y esto tan pequeño qué es?”, les pregunté a las jovencitas señalando un espacio recubierto con pequeñas tablas de fina madera de color y con una banca de la misma madera.

-“Es el sauna, aquí solo cabés vos y el cliente, por eso es tan pequeño, ¿ya vas entendiendo de qué es que trabajamos aquí, verdad? Al principio da pena, después le vas a agarrar el gusto”, me dijo guiñando el ojo.
-“Ya me lo estoy imaginando”, respondí.

-“Pues de eso que te imaginás, de eso trabajamos, como dijo la doña, hacemos lo que el cliente pida”, comentó mientras se sentaba en uno de los banquillos altos del minibar.
“¿Y ahí atrás qué es?”, pregunté señalando dos habitaciones más.

-“Uno es el spa y el otro es para los clientes VIP, los que pagan bien, pero ahí no podés entrar ahorita”.
“Y aquí aprovechamos a vender las boquitas y los traguitos, aquí tenés que aprender a “bajar” al cliente: que te invite a un trago, vos hacés la paja de que te lo tomás, pero no te lo tomás y, como él lo paga, el pisto es tuyo, son extras”, agregó.

-“Para eso sí ha salido buena esta”, dijo al señalar a la tímida joven que nos acompañaba, de nombre Brihana. “Esta solo tiene 15 días de haber llegado, vieras cómo la aconsejamos para que se ponga pilas porque uno aquí hace pisto, rapidito salís de pobre si no andás con tonteras”.

Su discurso lo interrumpió otra joven, bastante robusta pero engreída, de piel blanca y estatura baja, con curvas poco definidas pero con un rostro de muñeca en el que resaltaban sus carnosos labios rojos.

“Aquí hace pisto la que es de mente abierta, hasta dos mil pesos diarios te podés echar pero la que no es así mejor que se regrese a la iglesia, vos tenés que dejar que el cliente te dé por donde él quiera, pero eso sí, ponete viva a cobrar, no vayás a ser pendeja que sino nos jodés el negocio a nosotras”, me dijo en tono molesto.

Guardé silencio, no hice comentarios, ella se retiró pero al pasar frente a mí inclinó su cuerpo sobre el mío, como los gallos de pelea cuando comienzan a retarse en un duelo.

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