Talento hondureño
TEGUCIGALPA, HONDURAS. - Ha fallecido, en Comayagua, José Winston Pacheco (1943-2020), uno de los valores importantes de la literatura intibucana y nacional.
José Winston fue un personaje muy especial. Fue mi amigo entrañable, juntos iniciamos nuestra carrera como escritores, leíamos muchos libros en común y los comentábamos y mantuvimos nuestra amistad hasta que la muerte le ha puesto punto final a su aventura por esta tierra.
Cuando Winston llegó a la adolescencia, sufrió un acné terrible que le deformó el rostro. Eso le horrorizó y permaneció encerrado en su casa, la de sus padres, el profesor de Inglés Manuel Pacheco y su esposa doña Gertrudis Orellana, situada junto a un riachuelo en la calle que hoy se conoce como La Circunvalación, en la periferia de La Esperanza y aislada por una pequeña arboleda.
Como en La Esperanza (aproximadamente en 1962) no había nada qué hacer para un adolescente, casi siempre iba al cine y, cuando acababa la función, era preciso regresar pronto a la casa porque apagaban el alumbrado eléctrico.
En una ocasión en que no entré al cine, seguramente porque no contaba con los 20 centavos que costaba la entrada, pasé por la casa del cura, en la calle que, en su prolongación hacia el oeste, conduce a los baños públicos, una de las atracciones turísticas de la ciudad. Rectifico, el motor de la electricidad había fallado porque me acuerdo que la puerta de la casa cural estaba abierta y el interior iluminado con velas. Cuando pasaba enfrente, el padre Roque Jacinto Gutiérrez me invitó a pasar.
-¿Cómo te llamas? –me preguntó, una vez que estaba adentro.
-Víctor Manuel Ramos. Soy hijo de doña Rina Rivera.
-Ah, eres hijo de la profesora, entonces eres sobrino de don Tavo y de don Camilo Rivera.
-Sí, padre. ¿Para que soy útil?
-Pues mira, quiero representar un auto sacramental de Lope de Vega y creo que tú podrías hacer uno de los papeles, el del alma buena, el de Jesús.
-Y eso ¿de qué se trata?
-Pues de eso, de una representación teatral. Ya tengo transcritos los diálogos que corresponden a cada personaje. Este será el tuyo –y me extendió una cuantas cuartillas de papel tamaño carta con los textos escritos a máquina de escribir, con las letras, mitad roja y mitad negra, seguramente por desperfecto de la máquina que no subía adecuadamente la cinta cuando la tecla martillaba sobre el papel. Lo digo porque eso pasaba con mi vieja máquina de escribir que me había regalado mi tío Camilo Rivera.
Yo tomé los papeles y acepté el reto de participar como actor. Había, junto con el padre, dos o tres chicos que yo no conocía. El padre me los presentó. Uno de ellos, de apariencia muy tímida, tenía su rostro completamente atacado por el acné, me extendió la mano y me dijo:
-Soy José Winston Pacheco.
-Sí –confirmó el padre-. Es hijo del profesor Pacheco, es muy buen lector y también va a participar, junto con los demás que aquí están.
Luego intercambiamos algunas palabras entre todos y nos dispusimos a volver a nuestras casas. En el camino, me toco acompañar durante un trecho a José Winston.
-José Winston, ¿así me dijo que se llama?
-Sí, ese es mi nombre. Ud. se llama Víctor, tampoco se me ha olvidado.
-Usted tiene unos 17 a 18 años. ¿Vive aquí? Porque yo no le había visto antes.
-Sí, aquí en La Esperanza vivo.
-Pero tampoco va al Colegio. No me acuerdo de usted. Conozco a todos los compañeros.
-Víctor, creo que hemos simpatizado. Le contaré: yo no salgo desde que me apareció este problema en mi cara y he estado aproximadamente cinco años encerrado en mi casa. Sólo vengo a ver al Padre una vez por semana por la noche porque con él puedo platicar de literatura y me presta libros.
-¡Ah!, le gusta la literatura.
-Sí, es mi pasión y tengo muchas cosas escritas.
Como la plática se puso interesante le acompañé hasta su casa, a pesar de que inicialmente se opuso, y de esa suerte pude saber en dónde vivía. Posteriormente, cuando salía del colegio iba a visitarle. Entonces, al ver aquel muchacho con gran talento encerrado en su casa, inicié mi labor de convencimiento para que se armara de valor, que dejara de darle importancia a lo de su cara y que se inscribiera en el colegio.
Mi insistencia fue tal que en el siguiente año, José Winston se matriculó en el primer curso. Su éxito académico fue total porque, como gran lector, tenía un desarrollo intelectual superior al de los chichos, casi niños, que le habían tocado como compañeros.
Además, nos mirábamos en la casa del cura dos o tres veces por semana, a partir de las 7 de la noche para ensayar la obra de Lope de Vega, hasta que llegó la fecha y la hora señalada para el estreno.
El salón del colegio estaba repleto. No cabía un alma más. El telón se abrió y la función comenzó. El padre era el apuntador pero estaba tan nervioso que salía hasta el escenario para apuntar a cualquier personaje cuando se le olvidaba algún diálogo, incluso aunque no se le olvidara. Esto condujo a que la obra, una representación mística y seria, se convirtiera en una comedia porque con cada salida del cura como apuntador, el público se carcajeaba y ya no ponía atención a los diálogos.
El clímax llegó cuando en una escena en la que yo participaba como Jesús, Satanás acosaba a una feligrés interpretada por Fidelina Mejía, y Jesús intercedía para que el alma mala, que era un compañero de apellido Martínez, no la convenciera.
En el guión la situación llega a tal extremo que Fidelina se ve en tal situación de desesperación que tiene que desmayarse. Eso ya lo habíamos ensayado múltiples veces, pero el cura, pensando que en la caída Fidelina podría lastimarse salió al escenario y gritó:
-No se desmaye todavía que voy a traerle un colchón para que caíga.
Y así fue, el público lo vio entrar arrastrando un colchón y entonces se produjo la histeria total. El público reía a carcajadas y no había señales de que tal manifestación parara. Yo me negué a seguir en la representación y la función se dio por concluida.
No recuerdo, realmente, cuál era el papel asignado a José Winston. Martínez y yo continuamos nuestra carrera de actores juveniles en el cuadro de teatro colegial que dirigía el maestro de Matemáticas, el ingeniero Dagoberto Napoleón Sorto.
Lo cierto es que ya éramos buenos amigos y compartíamos lecturas. Había entre él y yo algunas diferencias acerca de la concepción de las cosas.
Él seguía atado a la influencia del cura que le dirigía las lecturas, mientras que yo, más afín a su hermano Manuel Pacheco, comencé a leer 'El Mundo es ancho y ajeno', una novela del novelista peruano Ciro Alegría, que me había prestado Manuel y que influyó enormemente en mi pensamiento. Mientras que José Winston leía a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Jesús, a San Agustín y, me acuerdo perfectamente, un libro de Severo Catalina, llamado 'La mujer'.
Por las tardes, cuando anochecía, José Winston venía a mi casa. Nos sentábamos en la acera a discutir sobre lo que habíamos leído. José Winston era devorador de libros. Lo obligué a leer la novela de Alegría y quedó muy impresionado. Pero, como durante ese tiempo en que estuvo encerrado no vio muchachas, le entró la furia del amor platónico. Cada compañera la convertía en su novia de ojos. No tenía valor de decirles nada pero escribía poemas para ellas que llevaba a nuestros encuentros vespertinos y los comentábamos.
Él, también por la influencia del padre, estaba encajonado en la lectura de los clásicos y románticos españoles: Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Espronceda, Campoamor, Bécquer y algunos autores hispanoamericanos como Amado Nervo, y otros Modernistas, comenzando por Rubén Darío. Autores que yo también leía.
Recuerdo una vez que me propuso que buscáramos un acrónimo para cada uno de nosotros. Yo sería JOWIPA, me dijo, y usted VIMARA. Qué divertido suena. Él terminó usando ese acrónimo que inventamos en esa tarde de pláticas y discusiones inolvidables.
Yo había tenido la suerte de tener profesores egresados de la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán: Dina Santos, Amalia Velázquez, y Armando Canales. Este último me introdujo en la lectura de los vanguardistas, además, por esos días me había hecho de un libro importantísimo para mí: las poesías completas de Pablo Neruda, pero también de las poesías completas de Miguel Hernández, de León Felipe y de Antonio Machado, compradas, las últimas tres, en la librería del profesor Jesús Mejía Paz, el padre de Fidelina, a quién yo le hacía pedidos de títulos que me interesaban.
Estas diferencias pronto se hicieron visibles en nuestros encuentros con el padre, porque él, que también amaba las letras y nos prestaba libros, nos permitía escuchar música clásica en su radiorreceptor, que se alimentaba con una batería enorme y nos invitaba a tomar una copa de vino. José Winston se había aficionado a tomar para superar el temor que tenía para acercarse a las muchachas por su problema médico. Al padre no le parecía que yo leyera a Neruda porque decía que era nihilista, pero más le atormentaba que Neruda era comunista.
José Winston fue tomando partido por la narrativa y comenzó a escribir cuentos regionalistas, influidos por don Víctor Cáceres Lara y por don Eliseo Pérez Cadalso. En esos días se produjo el golpe de Estado en contra de Villeda Morales. La familia de Winston era nacionalista y celebró el descalabro en contra de la democracia. Cuando se hizo la campaña para nominar a López Arellano como presidente, presentado como candidato del Partido Nacional, llegó a Intibucá una comitiva para la propaganda integrada por Jorge Fidel Durón, Óscar Acosta y Santiago Flores Ochoa.
Winston me pidió que los fuéramos a ver. Yo me resistí porque se trataba de nacionalistas que andaban en campaña pero él me convenció de que nosotros íbamos como amantes de las letras. Los tres nos recibieron en casa del comerciante Baltazar Vigil. Les contamos de nuestras inquietudes y fueron completamente receptivos. Una o dos semanas después recibíamos en nuestras casas, sendos paquetes con libros de Óscar Acosta, las revistas de la Universidad, la Revista Honduras Rotaria y el libro de poemas de Santiago Flores Ochoa: 'Los círculos morados'.
Óscar siguió enviándome libros y revistas, desde Tegucigalpa, desde España y desde Italia, países en donde fungió como embajador. Y, también, nos publicó nuestros primeros escritos en diario El Día.
En una de las reuniones con el padre surgió la idea de hacer un periódico. Se llamaría La Voz de la Juventud. Siguiendo los consejos de él escribimos cartas para solicitar anuncios y recibimos respuestas de la Cervecería Hondureña para poner un anuncio de la Coca-Cola y otra de la Tabacalera Hondureña para un anuncio sobre los cigarrillos Dorados. Cada anuncio costaba 20 lempiras y la impresión 50 lempiras, en la Imprenta La Luz de un amigo entrañable del padre en Santa Bárbara, llamado don Celso, que imprimía el decano de la prensa nacional, el periodiquito La Luz.
Cuando La luz dejó de imprimirse el decano fue el semanario El Heraldo de la Sociedad Cívica y Unionista La Juventud de San Pedro Sula. El padre nos regaló la diferencia. Sólo logramos imprimir dos números, que nos tocó recoger en la agencia de la SAHSA, venderlos de casa en casa y con nuestros compañeros en el colegio y hacerle de lectores también.
Cuando yo me gradué y partí para La Lima a trabajar como profesor, José Winston continuó sus estudios pero fue nombrado Gobernador de Intibucá. Yo le escribí una carta desde La Lima felicitándolo porque era el Gobernador más joven e intelectual que tenía el departamento y lo comparaba con Ramón Rosa que había llegado a Ministro General de la República cuando también era muy joven.
No creo que eso le haya hecho gran bien, porque quienes lo pusieron creyeron que nombraban a un mequetrefe y eso no les funcionó. José Winston renunció y reanudó sus estudios.
Después él se trasladó a Comayagua, en 1968, con su familia, y yo a Tegucigalpa para estudiar medicina. Él se empleó como profesor de literatura en el Colegio León Alvarado en donde ejerció con mucho éxito por varios años hasta que se jubiló. Su labor fue encomiable, sobre todo porque puso a leer a sus alumnos y les propuso sus libros, novelas y cuentos ambientados en Intibucá, como ejercicio de lectura.
Su sobras: 'La ciudad que borró sus huellas' (novela), 'Imperfecto amor' (novela), 'Estación insólita' (cuentos), 'Piel canela y otros cuentos' (cuentos), 'Inolvidable Catherine' (novela), 'Relatos de mi blog' (narraciones), 'El golpe de Estado en Honduras' (colección de artículos), 'Relatos de mi blog I, II y III'.
Una vez fui a verle a Comayagua y me di cuenta que seguía siendo un ermitaño.
Mientras ejercía como director de Publicaciones del Instituto Hondureño de Antropología e Historia, a donde fui llamado por su gerente el historiador Darío Euraque, José Winston llevó sus libros para que el Instituto hiciera una edición.
Euraque estuvo de acuerdo y yo inicié el trabajo para que se diagramara. Desgraciadamente vino el golpe de Estado en contra del presidente Zelaya. Yo le dije que sus libros estaban listos para ir a la imprenta pero él me contestó que no permitiría que el régimen golpista editara sus obras. El registro de su libro quedó sin la obra publicada: 'Obras narrativas completas', ISBN: 978-99926-17-34-2, que debió imprimirse en 2009.
Winston, que escribió durante muchos años para La Tribuna, había cambiado su posición política, quizá influido por su hermano Manuel o por las lecturas y sus contactos en el instituto. Cuando el pueblo salió a las calles a protestar por el golpe, Winston estaba allí. También se inscribió en Libre porque aspiraba a un país libre y democrático.
Ha muerto, mi entrañable amigo, mi compañero durante los primeros pasos en nuestras ambiciones de ser escritores. Fue una amistad entrañable y sincera, llena de ambiciones extraordinarias que le llevaron a él a ser un narrador que interpretó el alma de Intibucá. La Filial de la UPNFM, la antigua Normal de Occidente, en donde nos graduamos de maestros José Winston y yo, debe editar y estudiar su obra.
La tierra le sea leve y su obra florezca como las amarilis en La Esperanza e Intibucá.
José Winston fue un personaje muy especial. Fue mi amigo entrañable, juntos iniciamos nuestra carrera como escritores, leíamos muchos libros en común y los comentábamos y mantuvimos nuestra amistad hasta que la muerte le ha puesto punto final a su aventura por esta tierra.
Cuando Winston llegó a la adolescencia, sufrió un acné terrible que le deformó el rostro. Eso le horrorizó y permaneció encerrado en su casa, la de sus padres, el profesor de Inglés Manuel Pacheco y su esposa doña Gertrudis Orellana, situada junto a un riachuelo en la calle que hoy se conoce como La Circunvalación, en la periferia de La Esperanza y aislada por una pequeña arboleda.
Como en La Esperanza (aproximadamente en 1962) no había nada qué hacer para un adolescente, casi siempre iba al cine y, cuando acababa la función, era preciso regresar pronto a la casa porque apagaban el alumbrado eléctrico.
En una ocasión en que no entré al cine, seguramente porque no contaba con los 20 centavos que costaba la entrada, pasé por la casa del cura, en la calle que, en su prolongación hacia el oeste, conduce a los baños públicos, una de las atracciones turísticas de la ciudad. Rectifico, el motor de la electricidad había fallado porque me acuerdo que la puerta de la casa cural estaba abierta y el interior iluminado con velas. Cuando pasaba enfrente, el padre Roque Jacinto Gutiérrez me invitó a pasar.
-¿Cómo te llamas? –me preguntó, una vez que estaba adentro.
-Víctor Manuel Ramos. Soy hijo de doña Rina Rivera.
-Ah, eres hijo de la profesora, entonces eres sobrino de don Tavo y de don Camilo Rivera.
-Sí, padre. ¿Para que soy útil?
-Pues mira, quiero representar un auto sacramental de Lope de Vega y creo que tú podrías hacer uno de los papeles, el del alma buena, el de Jesús.
-Y eso ¿de qué se trata?
-Pues de eso, de una representación teatral. Ya tengo transcritos los diálogos que corresponden a cada personaje. Este será el tuyo –y me extendió una cuantas cuartillas de papel tamaño carta con los textos escritos a máquina de escribir, con las letras, mitad roja y mitad negra, seguramente por desperfecto de la máquina que no subía adecuadamente la cinta cuando la tecla martillaba sobre el papel. Lo digo porque eso pasaba con mi vieja máquina de escribir que me había regalado mi tío Camilo Rivera.
Yo tomé los papeles y acepté el reto de participar como actor. Había, junto con el padre, dos o tres chicos que yo no conocía. El padre me los presentó. Uno de ellos, de apariencia muy tímida, tenía su rostro completamente atacado por el acné, me extendió la mano y me dijo:
-Soy José Winston Pacheco.
-Sí –confirmó el padre-. Es hijo del profesor Pacheco, es muy buen lector y también va a participar, junto con los demás que aquí están.
Luego intercambiamos algunas palabras entre todos y nos dispusimos a volver a nuestras casas. En el camino, me toco acompañar durante un trecho a José Winston.
-José Winston, ¿así me dijo que se llama?
-Sí, ese es mi nombre. Ud. se llama Víctor, tampoco se me ha olvidado.
-Usted tiene unos 17 a 18 años. ¿Vive aquí? Porque yo no le había visto antes.
-Sí, aquí en La Esperanza vivo.
-Pero tampoco va al Colegio. No me acuerdo de usted. Conozco a todos los compañeros.
-Víctor, creo que hemos simpatizado. Le contaré: yo no salgo desde que me apareció este problema en mi cara y he estado aproximadamente cinco años encerrado en mi casa. Sólo vengo a ver al Padre una vez por semana por la noche porque con él puedo platicar de literatura y me presta libros.
-¡Ah!, le gusta la literatura.
-Sí, es mi pasión y tengo muchas cosas escritas.
Como la plática se puso interesante le acompañé hasta su casa, a pesar de que inicialmente se opuso, y de esa suerte pude saber en dónde vivía. Posteriormente, cuando salía del colegio iba a visitarle. Entonces, al ver aquel muchacho con gran talento encerrado en su casa, inicié mi labor de convencimiento para que se armara de valor, que dejara de darle importancia a lo de su cara y que se inscribiera en el colegio.
Mi insistencia fue tal que en el siguiente año, José Winston se matriculó en el primer curso. Su éxito académico fue total porque, como gran lector, tenía un desarrollo intelectual superior al de los chichos, casi niños, que le habían tocado como compañeros.
Además, nos mirábamos en la casa del cura dos o tres veces por semana, a partir de las 7 de la noche para ensayar la obra de Lope de Vega, hasta que llegó la fecha y la hora señalada para el estreno.
El salón del colegio estaba repleto. No cabía un alma más. El telón se abrió y la función comenzó. El padre era el apuntador pero estaba tan nervioso que salía hasta el escenario para apuntar a cualquier personaje cuando se le olvidaba algún diálogo, incluso aunque no se le olvidara. Esto condujo a que la obra, una representación mística y seria, se convirtiera en una comedia porque con cada salida del cura como apuntador, el público se carcajeaba y ya no ponía atención a los diálogos.
El clímax llegó cuando en una escena en la que yo participaba como Jesús, Satanás acosaba a una feligrés interpretada por Fidelina Mejía, y Jesús intercedía para que el alma mala, que era un compañero de apellido Martínez, no la convenciera.
En el guión la situación llega a tal extremo que Fidelina se ve en tal situación de desesperación que tiene que desmayarse. Eso ya lo habíamos ensayado múltiples veces, pero el cura, pensando que en la caída Fidelina podría lastimarse salió al escenario y gritó:
-No se desmaye todavía que voy a traerle un colchón para que caíga.
Y así fue, el público lo vio entrar arrastrando un colchón y entonces se produjo la histeria total. El público reía a carcajadas y no había señales de que tal manifestación parara. Yo me negué a seguir en la representación y la función se dio por concluida.
No recuerdo, realmente, cuál era el papel asignado a José Winston. Martínez y yo continuamos nuestra carrera de actores juveniles en el cuadro de teatro colegial que dirigía el maestro de Matemáticas, el ingeniero Dagoberto Napoleón Sorto.
Lo cierto es que ya éramos buenos amigos y compartíamos lecturas. Había entre él y yo algunas diferencias acerca de la concepción de las cosas.
Él seguía atado a la influencia del cura que le dirigía las lecturas, mientras que yo, más afín a su hermano Manuel Pacheco, comencé a leer 'El Mundo es ancho y ajeno', una novela del novelista peruano Ciro Alegría, que me había prestado Manuel y que influyó enormemente en mi pensamiento. Mientras que José Winston leía a San Juan de la Cruz, a Santa Teresa de Jesús, a San Agustín y, me acuerdo perfectamente, un libro de Severo Catalina, llamado 'La mujer'.
Por las tardes, cuando anochecía, José Winston venía a mi casa. Nos sentábamos en la acera a discutir sobre lo que habíamos leído. José Winston era devorador de libros. Lo obligué a leer la novela de Alegría y quedó muy impresionado. Pero, como durante ese tiempo en que estuvo encerrado no vio muchachas, le entró la furia del amor platónico. Cada compañera la convertía en su novia de ojos. No tenía valor de decirles nada pero escribía poemas para ellas que llevaba a nuestros encuentros vespertinos y los comentábamos.
Él, también por la influencia del padre, estaba encajonado en la lectura de los clásicos y románticos españoles: Quevedo, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Espronceda, Campoamor, Bécquer y algunos autores hispanoamericanos como Amado Nervo, y otros Modernistas, comenzando por Rubén Darío. Autores que yo también leía.
Recuerdo una vez que me propuso que buscáramos un acrónimo para cada uno de nosotros. Yo sería JOWIPA, me dijo, y usted VIMARA. Qué divertido suena. Él terminó usando ese acrónimo que inventamos en esa tarde de pláticas y discusiones inolvidables.
Yo había tenido la suerte de tener profesores egresados de la Escuela Superior del Profesorado Francisco Morazán: Dina Santos, Amalia Velázquez, y Armando Canales. Este último me introdujo en la lectura de los vanguardistas, además, por esos días me había hecho de un libro importantísimo para mí: las poesías completas de Pablo Neruda, pero también de las poesías completas de Miguel Hernández, de León Felipe y de Antonio Machado, compradas, las últimas tres, en la librería del profesor Jesús Mejía Paz, el padre de Fidelina, a quién yo le hacía pedidos de títulos que me interesaban.
Estas diferencias pronto se hicieron visibles en nuestros encuentros con el padre, porque él, que también amaba las letras y nos prestaba libros, nos permitía escuchar música clásica en su radiorreceptor, que se alimentaba con una batería enorme y nos invitaba a tomar una copa de vino. José Winston se había aficionado a tomar para superar el temor que tenía para acercarse a las muchachas por su problema médico. Al padre no le parecía que yo leyera a Neruda porque decía que era nihilista, pero más le atormentaba que Neruda era comunista.
José Winston fue tomando partido por la narrativa y comenzó a escribir cuentos regionalistas, influidos por don Víctor Cáceres Lara y por don Eliseo Pérez Cadalso. En esos días se produjo el golpe de Estado en contra de Villeda Morales. La familia de Winston era nacionalista y celebró el descalabro en contra de la democracia. Cuando se hizo la campaña para nominar a López Arellano como presidente, presentado como candidato del Partido Nacional, llegó a Intibucá una comitiva para la propaganda integrada por Jorge Fidel Durón, Óscar Acosta y Santiago Flores Ochoa.
Winston me pidió que los fuéramos a ver. Yo me resistí porque se trataba de nacionalistas que andaban en campaña pero él me convenció de que nosotros íbamos como amantes de las letras. Los tres nos recibieron en casa del comerciante Baltazar Vigil. Les contamos de nuestras inquietudes y fueron completamente receptivos. Una o dos semanas después recibíamos en nuestras casas, sendos paquetes con libros de Óscar Acosta, las revistas de la Universidad, la Revista Honduras Rotaria y el libro de poemas de Santiago Flores Ochoa: 'Los círculos morados'.
Óscar siguió enviándome libros y revistas, desde Tegucigalpa, desde España y desde Italia, países en donde fungió como embajador. Y, también, nos publicó nuestros primeros escritos en diario El Día.
En una de las reuniones con el padre surgió la idea de hacer un periódico. Se llamaría La Voz de la Juventud. Siguiendo los consejos de él escribimos cartas para solicitar anuncios y recibimos respuestas de la Cervecería Hondureña para poner un anuncio de la Coca-Cola y otra de la Tabacalera Hondureña para un anuncio sobre los cigarrillos Dorados. Cada anuncio costaba 20 lempiras y la impresión 50 lempiras, en la Imprenta La Luz de un amigo entrañable del padre en Santa Bárbara, llamado don Celso, que imprimía el decano de la prensa nacional, el periodiquito La Luz.
Cuando La luz dejó de imprimirse el decano fue el semanario El Heraldo de la Sociedad Cívica y Unionista La Juventud de San Pedro Sula. El padre nos regaló la diferencia. Sólo logramos imprimir dos números, que nos tocó recoger en la agencia de la SAHSA, venderlos de casa en casa y con nuestros compañeros en el colegio y hacerle de lectores también.
Cuando yo me gradué y partí para La Lima a trabajar como profesor, José Winston continuó sus estudios pero fue nombrado Gobernador de Intibucá. Yo le escribí una carta desde La Lima felicitándolo porque era el Gobernador más joven e intelectual que tenía el departamento y lo comparaba con Ramón Rosa que había llegado a Ministro General de la República cuando también era muy joven.
No creo que eso le haya hecho gran bien, porque quienes lo pusieron creyeron que nombraban a un mequetrefe y eso no les funcionó. José Winston renunció y reanudó sus estudios.
Después él se trasladó a Comayagua, en 1968, con su familia, y yo a Tegucigalpa para estudiar medicina. Él se empleó como profesor de literatura en el Colegio León Alvarado en donde ejerció con mucho éxito por varios años hasta que se jubiló. Su labor fue encomiable, sobre todo porque puso a leer a sus alumnos y les propuso sus libros, novelas y cuentos ambientados en Intibucá, como ejercicio de lectura.
Su sobras: 'La ciudad que borró sus huellas' (novela), 'Imperfecto amor' (novela), 'Estación insólita' (cuentos), 'Piel canela y otros cuentos' (cuentos), 'Inolvidable Catherine' (novela), 'Relatos de mi blog' (narraciones), 'El golpe de Estado en Honduras' (colección de artículos), 'Relatos de mi blog I, II y III'.
Una vez fui a verle a Comayagua y me di cuenta que seguía siendo un ermitaño.
Mientras ejercía como director de Publicaciones del Instituto Hondureño de Antropología e Historia, a donde fui llamado por su gerente el historiador Darío Euraque, José Winston llevó sus libros para que el Instituto hiciera una edición.
Euraque estuvo de acuerdo y yo inicié el trabajo para que se diagramara. Desgraciadamente vino el golpe de Estado en contra del presidente Zelaya. Yo le dije que sus libros estaban listos para ir a la imprenta pero él me contestó que no permitiría que el régimen golpista editara sus obras. El registro de su libro quedó sin la obra publicada: 'Obras narrativas completas', ISBN: 978-99926-17-34-2, que debió imprimirse en 2009.
Winston, que escribió durante muchos años para La Tribuna, había cambiado su posición política, quizá influido por su hermano Manuel o por las lecturas y sus contactos en el instituto. Cuando el pueblo salió a las calles a protestar por el golpe, Winston estaba allí. También se inscribió en Libre porque aspiraba a un país libre y democrático.
Ha muerto, mi entrañable amigo, mi compañero durante los primeros pasos en nuestras ambiciones de ser escritores. Fue una amistad entrañable y sincera, llena de ambiciones extraordinarias que le llevaron a él a ser un narrador que interpretó el alma de Intibucá. La Filial de la UPNFM, la antigua Normal de Occidente, en donde nos graduamos de maestros José Winston y yo, debe editar y estudiar su obra.
La tierra le sea leve y su obra florezca como las amarilis en La Esperanza e Intibucá.