Tegucigalpa, Honduras.- Corría el año 2018 cuando Daniela Lozano presentó la primicia de su trabajo fotográfico, “Contraluz de la materia”, en el estudio del pintor Santos Arzú Quioto.
Siete años después, la hondureña exhibe su obra en 108ARTprojects, una galería en Miami que ha reunido en la exposición Powerful Visions (“Visiones poderosas”) la fotografía de artistas de Estados Unidos, Argentina, España, Puerto Rico, Cuba, México, Guatemala y Honduras. La inauguración de la muestra fue el fin de semana.
Pero antes de llegar a este espacio expositivo Lozano ha dado otros pasos importantes en su carrera, materializados en exposiciones individuales como “Contraluz de la materia” (2018), “Al pie izquierdo de papá” (2019), “El barrio ausente” (2020), “Las Crucitas, sueños para habitar el silencio” (2021) y “La piel del agua” (2023); y colectivas como “Diálogo en claroscuro” (2019) y Nómada 08 (2023, San Salvador), que dan cuenta de una propuesta que se inclina hacia lo poético, con todas las posibilidades del blanco y negro a favor de un discurso que no ha hecho más que evolucionar.
Conversamos con Lozano a propósito de esta muestra en la que expone al lado de grandes de la fotografía como el estadounidense Spencer Tunick y el guatemalteco Luis González Palma.
¿Cómo se dio la oportunidad de exponer su trabajo en EUA?
La oportunidad surgió gracias a que envié mi portafolio, y a través del artista Ronald Morán de El Salvador, quien generosamente recomendó mi trabajo, las imágenes fueron vistas y seleccionadas por los curadores. Así fue como recibí la invitación para ser parte de la exposición colectiva Powerfull Visions en la galería 108ARTprojects en Miami, curada por Víctor Quiroz, junto a artistas centroamericanos con una trayectoria consolidada. Fue un espacio significativo de diálogo visual en el que me honra haber participado.
¿Qué nos puede comentar sobre las fotos en exposición?
Las dos imágenes seleccionadas para la exposición forman parte de una misma inquietud estética y social: la tensión entre lo sagrado y lo marginal, entre lo visible y lo que suele permanecer ignorado. Ambas obras buscan interpelar al espectador desde una mirada crítica pero también profundamente simbólica.
La primera fotografía, titulada "Tinieblas de la ausencia", fue tomada en un crematorio de basura. En ella, una vaca se encuentra sola, inmersa en un paisaje saturado de desechos y humo. Este animal, tradicionalmente asociado a lo rural y en muchas culturas considerado símbolo de pureza, fertilidad o lo sagrado, aparece aquí fuera de lugar, descontextualizado, desplazado a un entorno urbano marcado por la degradación y el abandono.
La segunda imagen, titulada "Dejad que los niños...", alude directamente a la cita bíblica “Dejad que los niños vengan a mí”, evocando inocencia, fe y protección pero también es una ironía que puede cuestionarse desde otras visiones.
En la fotografía, vemos a un niño —su cuerpo visible solo de la cintura para abajo— sosteniendo un cuadro de la Virgen de Guadalupe que cubre por completo su rostro. La escena ocurre en medio de un mercado popular, un espacio saturado de comercio informal, donde lo devocional y lo cotidiano se entrecruzan.
Esta imagen plantea una fuerte carga simbólica: el cuerpo infantil oculto tras una figura religiosa puede interpretarse como una crítica al modo en que las creencias, la iconografía sagrada o incluso la esperanza son comercializadas, apropiadas o impuestas.
¿Cuál es el mensaje que quiere transmitir?
El mensaje no es único ni cerrado. Invito a reflexionar sobre los cuerpos que habitan los márgenes: humanos y no humanos, visibles e invisibilizados. A través de estas imágenes intento provocar preguntas sobre nuestra relación con el entorno, la economía de la fe, y la dignidad de quienes sobreviven en contextos precarios. Hay también una apuesta por reconocer la belleza en lo que comúnmente es desechado o ignorado.
En este punto de su trayectoria fotográfica, ¿cómo ve su trabajo anterior y qué proyecta para el futuro?
Veo mi trabajo anterior como una semilla necesaria, una etapa de exploración intuitiva en la que comencé a vincularme con los territorios, las personas y sus historias desde una sensibilidad comprometida con lo real.
En retrospectiva, reconozco una fuerte intuición por lo simbólico, por lo cotidiano que pasa desapercibido, y por los cuerpos que habitan los márgenes. Ese primer acercamiento me permitió construir una mirada propia, consciente de los vínculos entre la imagen, el contexto social y la memoria colectiva.
En la actualidad, me encuentro en un momento de consolidación y transición. Estoy interesada en ampliar los lenguajes visuales que empleo y en abrir mi práctica a diálogos interdisciplinarios.
Me atrae cada vez más lo contemporáneo, no solo en términos estéticos, sino como una forma de pensar la imagen desde el cruce entre política, arte, archivo y territorio. Busco que mi trabajo no se limite al registro, sino que genere preguntas sobre lo que vemos y cómo lo vemos, sobre los silencios y las ausencias que la imagen puede revelar.
De cara al futuro, proyecto una práctica que combine lo visual con lo investigativo, que dialogue con otras formas de producción de sentido —como la escritura, el video, el sonido— y que siga cuestionando las estructuras de poder que atraviesan nuestras realidades. Aspiro a seguir construyendo una obra comprometida con lo social pero también inquieta formalmente, que se mantenga en constante movimiento, desafiando los límites entre lo documental y lo poético.
¿Cómo se ha ido transformando o evolucionando su visión de la fotografía?
Ha pasado de ser una herramienta de observación a una forma de implicación. Al principio, fotografiaba para registrar lo que veía; ahora, fotografío para comprender lo que duele, lo que resiste, lo que sobrevive. Mi visión se ha vuelto más crítica, pero también más poética. La fotografía ha dejado de ser un fin en sí mismo y se ha convertido en un lenguaje para dialogar con otras disciplinas, otros cuerpos y otras memorias.
El objetivo de mi trabajo ha ido tomando forma en torno a la idea de que la fotografía puede ir más allá de su función documental, transformándose en una experiencia estética, social y cultural. A través de los proyectos que desarrollo, exploro cómo la imagen puede convertirse en un espacio donde la memoria, la identidad local y lo intangible se entrelazan. Me interesa el acto fotográfico como una herramienta que permite examinar no solo lo visible, sino también el gesto humano, las capas de significado simbólico y el contexto cultural que habita cada escena.
En ese sentido, mi obra se convierte en una forma de resistencia y afirmación de lo que no siempre tiene lugar en la narrativa oficial o institucional.
¿Por qué ha volcado su trabajo a la fotografía en blanco y negro? ¿Hay algo en el color que no va con la sensibilidad de su obra?
El blanco y negro me permite despojar la imagen de lo inmediato y conducirla hacia lo simbólico, lo emocional y lo atemporal. No es que rechace el color, pero en mi trabajo siento que puede distraer del núcleo de lo que quiero comunicar: el gesto humano, la tensión entre el cuerpo y el entorno, los silencios y las ausencias.
Además, siento que el país —y muchos de los contextos que retrato— los veo en claroscuro. Hay una sombra permanente provocada por la desigualdad, la violencia, la pérdida de lo colectivo. Pero también hay destellos de luz, de resistencia, de belleza inesperada. El blanco y negro me permite trabajar visualmente con esa dualidad: lo visible y lo que se esconde, lo que aún brilla en medio de la penumbra. Es, para mí, una forma de traducir esa complejidad sin suavizarla.
En ese sentido, el blanco y negro no es solo una elección estética, sino también ética y emocional. Me ayuda a tomar distancia sin dejar de implicarme, y a construir imágenes que dialoguen más con la memoria y la sensación que con lo puramente descriptivo.