Selección de Grandes Crímenes: La sombra de Sodoma

"Usó la violencia para desnudarla, arrancándole la ropa, en vez de tomarse el tiempo necesario para desvestirla. Esto significa que no tenía intenciones de devolver el cuerpo a su tumba..."

  • 27 de julio de 2025 a las 00:00
Selección de Grandes Crímenes: La sombra de Sodoma

INTRODUCCIÓN. En una esquina del escritorio estaba una pila de carpetas, ordenadas escrupulosamente. El doctor Emec Cherenfant tomó la primera y leyó: “Expediente N° 0379-5-04-08-2012. Hospital San Jorge, Barrio La Bolsa, Comayagüela, M. D. C.”

El doctor Cherenfant explicó:

“Tengo la costumbre de escribir 5-04 en mis expedientes para identificarlos como míos -dijo-, aunque mi nombre en ellos es suficiente, pero 5-04 es el Código de Área de Honduras y quiero manifestar de esa forma mi amor por esta Honduras que tanto quiero”.

Hizo una pausa.

Esta es una historia que salió en todos los medios -siguió diciendo-. Fue un escándalo. Y resulta que yo le puse implantes de seno a la muchacha un año antes de que esto sucediera... Iba a casarse”.

Hizo silencio de nuevo.

“¿Cómo es posible que haya tanta maldad en el ser humano? -preguntó. Es algo que solo Dios puede terminar, como hizo en Sodoma y Gomorra”.

Abrió el expediente y empezó a sacar de la carpeta varios recortes de EL HERALDO, una copia del informe de la investigación y datos escritos con su propia letra sobre la cirugía de implante de senos.

“Con esto se escribe una historia”, ―dijo.

Lea aquí: Selección de Grandes Crímenes: La esencia de la maldad

CASO

El H-3 avanzó despacio, arrastrando los pies sobre la grama húmeda y se abrió paso entre los curiosos que saltaban sobre las tumbas, arrancaban las cruces y destruían las lápidas, en una competencia desesperada por encontrar el mejor lugar frente a aquella escena macabra. De pronto, el cementerio se había convertido en el lugar de reunión de media ciudad y los curiosos seguían llegando en nutridos grupos, dispuestos a ser testigos de aquel hecho jamás antes visto. Entre ellos, periodistas, fotógrafos y reporteros.

El detective se veía cansado, lucía grandes ojeras y llevaba los hombros encorvados, como si lo agobiara una carga enorme. Detrás de él, a menos de dos pasos, venía Mery, siguiéndolo como una sombra, sigilosa y en silencio; más atrás venían dos detectives bostezando hasta casi desencajarse las mandíbulas.

Varios metros al frente, debajo de las ramas frondosas de un higo antiguo, esperaba una escena que jamás se había mostrado a los ojos del H-3. La tumba, una tumba recién abierta, había sido profanada; la tierra estaba amontonada a un solo lado, húmeda todavía; el ataúd estaba abierto, con la tapa casi deshecha, cruzado a la orilla de la fosa, y el cadáver estaba tendido boca arriba sobre la grama, cubierto por la sombra que proyectaban sobre él las enormes ramas del árbol.

Era el cadáver de una mujer joven, blanca, de estatura regular y de finas facciones que había sido enterrada menos de veinticuatro horas antes. En el brazo de la cruz, que estaba tirada sobre el montículo de tierra, se leía un nombre escrito en letras mayúsculas pintadas de blanco y, más abajo, la fecha de su nacimiento, seguida por la fecha de su muerte.

“Esther”―leyó el H-3 deteniéndose a menos de dos metros del cadáver, aún no cumplía los veinticinco años.

“Creo que alguien la amaba demasiado y no quiso esperar a que resucitara...”,―dijo uno de sus compañeros.

Era un comentario desagradable y el H-3 fulminó al detective con una mirada. La escena era siniestra, por lo que las imprudentes palabras del detective le parecieron desagradables y hasta ofensivas.

El cadáver estaba desnudo de la cintura para abajo, tenía las piernas, largas, gruesas y descoloridas, separadas como un compás, no tenía ropa interior y en el pubis, lleno de vellos castaños, y en la entrada de la vagina, se notaba un líquido abundante, viscoso y de color verde claro que se había llenado de hormigas. La parte de arriba del vestido de novia, con el que la habían enterrado, estaba desgarrado desde el hombro derecho hasta la cintura, y los senos estaban expuestos, enmarcados bajo los brazos rígidos que tenía cruzados sobre el pecho, apenas cubiertos por los restos del brasier blanco que le habían destrozado en parte, como si en vez de quitarlo hubieran querido arrancarlo.

“Veo cicatrices debajo de los senos ―-dijo el H-3, agachándose un poco- más. Cicatrices de alguna cirugía en los dos senos”.

“La mamá dice que ella tenía senos pequeños y que el doctor Cherenfant le puso prótesis y se los dejó así... de bonitos”.

El H-3 sonrió.

“¡El doctor Cherenfant sigue haciendo magia!” -exclamó.

En el rostro del cadáver se notaba la serenidad de una mujer que dormía. Tenía el maquillaje en su sitio, el pelo seguía aprisionado por la diadema del velo y, olía intensamente a un perfume exquisito que Mery identificó de inmediato.

“Paloma Picasso” -dijo.

El H-3 aspiró el aire fresco de la mañana, miró a Mery con ojos cansados y musitó:

“El que hizo esto es un degenerado, sin valores morales o humanos... Y dudo mucho de que haya sido alguien que estuvo enamorado de la muchacha en vida”.

Mery no dijo nada.

“¿Por qué decís eso?”, preguntó, poco después, ante el silencio demasiado largo del detective.

Este tardó un poco más en contestar.

“Si el responsable de esto fuera un enamorado, tal vez solo hubiera satisfecho sus deseos aberrados y hubiera devuelto el cuerpo a su tumba, además, la hubiera tratado con más consideración; dejarla en estas condiciones, expuesta a la vista de todo el mundo, es una muestra de que ni la estimaba ni tenía por ella ningún sentimiento y, quizás, ni siquiera la conocía. Además, usó la violencia para desnudarla, arrancándole la ropa, en vez de tomarse el tiempo necesario para desvestirla. Esto significa que no tenía intenciones de devolver el cuerpo a su tumba, y que no tenía por ella sentimiento alguno. No creo que la odiara, porque no le hizo violencia al cuerpo”.

“No te entiendo bien”.

“Es simple lógica deductiva” -respondió el H-3.

Hubo una pausa.

Al fondo, mezclado con el silbido del viento entre las hojas, se oía el murmullo de los curiosos y los gritos amenazadores de los policías que apenas podían contenerlos.

“Creo que el violador es una sola persona -agregó el H-3-, aunque éste, forzosamente, tuvo la ayuda de alguien más para desenterrar el ataúd y sacar el cuerpo. Si ves la cantidad de semen que el cadáver tiene entre las piernas, podríamos decir que la violó al menos unas tres veces... y sin protección”.

“Y, asegurás que no la conocía”.

“Eso creo, o, al menos, no tuvo con ella ninguna relación en vida. Si hubiera sido así, el afecto que pudo sentir por ella lo hubiera obligado a devolver el cuerpo a su tumba, o al menos a dejarlo a cubierto de las miradas morbosas. Ya te lo dije antes”.

“¿Entonces?”.

“Me parece un poco raro. Dicen los familiares que la muchacha era soltera, pero que estaba comprometida para casarse. No tenía problemas de ningún tipo, no tenía enemigos conocidos y su noviazgo era relativamente normal. Murió por una peritonitis aguda; los dolores eran débiles al principio, pero pronto se volvieron insoportables y cuando buscaron ayuda médica, ya era demasiado tarde. El prometido dice que creían que estaba embarazada y por eso adelantaron la fecha de la boda. Es un hombre sencillo, maestro de escuela, como ella, de carácter y apariencia débil y no creo que tuviera motivos para desenterrar el cuerpo de su novia y hacerla suya por última vez. Ella ya era suya, desde hacía más o menos un año, y asegura que era virgen cuando se entregó a él. Los motivos de esto son otros, y no creo que tengan relación directa con la muerta”.

Hizo una nueva pausa.

“Lo que quiero decir -continuó, poco después- es que quien hizo esto tiene motivos personales y es un pobre sádico, un necrófilo que volverá a atacar a otro cadáver fresco dentro de poco, especialmente de mujer. No tiene amor ni compasión por su víctima y no le importa dejar esta escena horrorosa para los curiosos”.

Mery lo escuchaba atentamente. Aquella escena le repugnaba y trataba de apartar los ojos del cadáver profanado.

“¿Por qué crees que lo hizo?” -murmuró, ante el nuevo silencio del H-3.

“Está enfermo -dijo este-. Aunque la necrofilia es muy rara y más aún en nuestro medio, quien la practica sufre de algún trastorno mental grave, de una psicosis o de algún trastorno extremo de la personalidad. Creo que un análisis más profundo nos ayudará a conocer mejor este tema. Vamos a hablar con el doctor... Él es experto en crímenes sexuales”.

Se interrumpió a propósito para tomar un poco de aire y luego continuó:

“¿Qué por qué lo hizo? -preguntó, mirando por un instante a su asistente-. Podríamos enumerar varias razones. Por el placer necrófilo en sí, ese deseo aberrado y perverso de tener sexo con cadáveres. ¿Te acordás del doctor que se complacía haciéndole felaciones a los cadáveres en la morgue del hospital San Felipe?”.

“Lo recuerdo ―-dijo la muchacha-. Lo capturamos por haberle arrancado a mordiscos el pene al cadáver de un hombre joven que acababa de morir a causa de un enfisema pulmonar. El guardia de turno lo descubrió, lo detuvo y se lo entregó a la Policía. Cuando lo llevamos a las oficinas de la DNIC, todavía tenía sangre en la boca... Pero quedó en libertad esa misma noche porque tenía un apellido de abolengo, y mucho dinero”.

“A pesar de eso, el doctor sigue ejerciendo -comentó el H-3, con decepción en la voz; y agregó, retomando el tema del cadáver desenterrado-. Creo que en este caso, estamos ante un degenerado que va a atacar de nuevo. Violar un cadáver dos veces más solo lo hace alguien que tenga motivos especiales”.

“Aparte de la necrofilia, ¿qué otro motivo pudo provocar esto?”.

“La venganza -contestó el H-3-, tal vez contra la mujer muerta, contra su prometido o contra algún familiar de la muchacha, lo que nos acercaría a un sospechoso que debe ser cercano a ellos y que podríamos identificar fácilmente, aunque no creo que este sea el caso. Otro motivo podría ser un acto de amor y en este punto entrarían en calidad de sospechosos el prometido, que quizás deseara despedirse por última vez del amor de su vida, o un pretendiente despechado que logra, al fin, su deseo de poseerla, aunque ya esté muerta. Pero, aun así, no creo que sea alguien cercano a la familia. Pero, de algo sí estoy seguro, y es que este enfermo es de la misma comunidad”.

Volvió a guardar silencio el H-3, reprimió un bostezo y avanzó dos pasos más, mirando detenidamente al suelo.

Atrás de él, el murmullo de los curiosos opacaba su propia voz. Al frente, el cadáver hacía hervir la sangre en sus venas. Esperó un momento, luego continuó:

“Se me ocurre una última posibilidad -dijo, viendo a Mery fugazmente-. Podría haber brujería de por medio. Tal vez alguien demasiado ingenuo, desesperado por obtener algo por medios sobrenaturales o que está iniciándose en las ciencias ocultas... Quizás se trate de algún charlatán que ha querido demostrar su hombría y, en última instancia, podría tratarse de un trastornado que atacará de nuevo”.

Hubo un instante de silencio. Al final, Mery preguntó:

“¿Y si hay brujería detrás de esto?”.

El H-3 esperó unos segundos antes de contestar:

“Es posible -dijo-. Aunque no imagino que alguien pueda creer que el sexo con cadáveres le asegure el favor de los espíritus, o, peor todavía, que alguien crea que la necrofilia es curativa”.

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NOTA

Este no es el primer caso de necrofilia que existe en la historia criminal de Honduras. Muchos se han “escondido” porque están involucrados en ellos “personas de abolengo y de dinero”. En 1937, en Choluteca, un hombre se comió a su esposa y violaba su cadáver. Dijo que la mató porque “lo engañó con un poeta nicaragüense”. El general Tiburcio Carías ordenó que lo fusilaran.

El doctor Emec Cherenfant suspiró:

“Esta desviación -dijo-, aunque tiene explicación científica, es una aberración típica de los seres humanos; hombres de Sodoma y Gomorra, capaces de las peores perversiones.

Hizo una pausa el doctor y agregó:

“Tal vez sea una enfermedad. Tal vez sea una conducta. Tal vez, solamente sea parte de la malignidad humana. Pero, sea lo que sea, todos seremos juzgados en aquel día, y, verdaderamente, Dios no tomará por inocente al culpable”.

NOTA: Quiero dedicar este caso a mi buen amigo y mecenas, Alejandro Irías, director de cine, productor, guionista y realizador de renombre mundial. Con agradecimiento sincero.

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