Haciendo uso de su mayoría aplastante en la Asamblea Legislativa, el partido Nuevas Ideas del presidente salvadoreño aprobó de un solo plumazo, como se dice en el argot popular, reformas a la Constitución del país centroamericano que extienden el período de gobierno de cuatro a seis años y la reelección indefinida en el cargo de presidente.
Sin ningún contrapeso, sin consultas al soberano, como gustan llamar los mandatarios a sus pueblos, pero asumiendo que cuentan con el apoyo de sus gobernados, quienes hoy detentan el poder decidieron que pueden quedarse a perpetuidad, si así lo desean.
Bukele dio un paso que no hace muchos años atrás cuestionaba. Basta recordar cuando, sin tapujos, llamó dictador a Juan Orlando Hernández, quien a pesar que la Constitución prohibía la reelección hizo uso de su poder para quedarse por un período más en la
presidencia.
Ahora, el mandatario salvadoreño tiene otro discurso. “El 90% de los países desarrollados permiten la reelección indefinida de su jefe de gobierno, y nadie se inmuta (...). Pero cuando un país pequeño y pobre como El Salvador intenta hacer lo mismo, de repente se convierte en el fin de la democracia”, escribió en su cuenta de X.
El paso dado por Bukele es sin duda un mal ejemplo para las ya maltrechas democracias de la región centroamericana y del continente americano, en el que sobrevuelan los autócratas que una vez toman el poder por métodos democráticos y luego trabajan para eliminar las restricciones democráticas para consolidar un poder absoluto.
Si bien la democracia no es perfecta y enfrenta muchísimos desafíos en países como los nuestros, no cabe la menor duda que su capacidad para fomentar la libertad, la igualdad, la participación y la rendición de cuentas la sitúa como el sistema de gobierno más justo y beneficioso para las sociedades.