¿Habrá algo más propio de escribir en estos días que no sea la densidad de la memoria? ¿Seguir discutiendo lo mil veces discutido acerca de las elecciones, sus personajes, actores y culpables, la abundante vulgaridad humana y la constante construcción de un futuro que imaginamos durante varias generaciones y que no es que haya desaparecido sino que se vuelve cada vez más pegajoso y difícil de resolver? ¿Proseguimos amargándonos? Al cabo de la jornada ¿seremos víctimas o constructores...?
No entraré en ello pero me entristece el modo en que el pueblo votó por la derecha, que es su enemiga tradicional, en vez de intentar nuevas vías para resolver nuestros graves -gravísimos- problemas sociales, que es decir estructurales.
Prefiero entonces hoy recordar las épocas en que desconocía de política, por no haber alcanzado mayoría de edad y ser inmaduro (para más precisión: políticamente inexperto, académicamente ignorante, socialmente frío; aprended vosotros jóvenes lo que hoy sois) y la vida se distendía grata y atrevida en su escenario, sobre un futuro que dejaba de ser fruta al alcance y se convertía en dos viejos chalecos de lana sobre el diván.
En cada nochebuena teníamos, sin concordarlo, tres nobles objetivos, siendo el primero la comida. Para entonces, por estar descascarándonos de niños, nada era más llamativo que el paladar, bebida o alimento. Segundo: estrenar. Ay, asústate espíritu, zapatos nuevos, ideal si charolados; camisa blanca manga larga, pantalones baggie o acampanados, a fin de hacer distinción y, por último, quizás primero, reventarle todos los sonoros y bullosos cohetes y petardos a la humanidad... Sin estreno ni esos accesorios no existía navidad o era triste. Al amanecer siguiente barríamos los papelillos de los buscaniguas hacia nuestra casa a fin de que el vecino pensara que teníamos abundancia y riqueza... La vanidad y el encanto no son enemigos.
Temprano sobrevolaba las casas “Piano merengue”; atardeciendo y hasta el alba la cansona charanga “El año viejo” (“Yo no olvido al año viejo / porque me ha dejado cosas muy buenas. / Me dejó una chiva / una burra negra / y una buena suegra”), teniendo como acompañantes a la vallenata “Mi cafetal” de Farid Ortiz (“por qué la gente vive criticando”) o el villancico Jingle Bells: “jingle all the way”.
El clímax crecía a medianoche. El papá salía a visitar amigos y por las diez retornaba a veces medio bolo; la mamá debía apaciguarlo al ponerse violento forzándolo a la cama pero asegurando que tuviera la pistola a mano, con que saludaría al año nuevo. Seis cuetazos de escuadra 0.45 de la guerra mundial, empavonada en oro, alebrestaban no sólo al barrio sino al istmo, asombrado por el atrevimiento del coronel. Siendo madrugada nos íbamos a dormir para facilitarle el oficio a San Nicolás, que emergía cuando ya colgaban las estrellas. Descendía, depositaba regalos a pie del árbol, marcaba otro año inyectando felicidad. Ay de quien olvidara su existencia; la teníamos grabada en nuestra genética occidental.
Con la luz acababa el sortilegio, se cerraba otro ciclo. La magia de nochebuena impregnaba el recuerdo, dejaba sus espumas de alegría al borde de la copa pero igual moría un sueño, se angostaba, hasta el próximo año, la ilusión