El Gobierno de Honduras ha proclamado con júbilo propagandístico que ha sacado a un millón de personas de la pobreza. Una cifra redonda, brillante, hecha para titulares y discursos. Pero, ¿qué significa realmente “salir de la pobreza” en un país donde el hambre, la precariedad y la exclusión social son el pan de cada día? Esto no es más que cifras convertidas en ideología: números que maquillan la miseria, estadísticas que transforman la tragedia en “logro político” y porcentajes que se levantan como espejismos en medio del desierto de la desigualdad.
Decir que un millón de hondureños dejaron atrás la pobreza es, en realidad, un acto de prestidigitación populista. Se cambia la vara de medir, se ajustan parámetros técnicos, y de pronto, lo que antes era miseria se llama “progreso”. Pero la vida real, esa que no cabe en los informes de casa de gobierno ni en los discursos vaqueros, nos muestra otra cosa: barrios enteros siguen sin agua potable, miles de jóvenes viven condenados al desempleo y a la migración forzada, campesinos luchan contra un mercado que los devora, y el salario mínimo es apenas un disfraz del hambre.
Señoras y señores del socialismo de tarima, la pobreza no es solo un número en la línea estadística; es la consecuencia histórica de un sistema que concentra la riqueza en pocas manos y convierte la vida de los trabajadores en mercancía barata. Por eso, afirmar que se ha derrotado la pobreza con decretos, bonos o ajustes estadísticos es una farsa política. No se ha transformado la estructura económica del país: la tierra sigue concentrada, la corrupción política que ustedes patrocinan sigue drenando al pueblo con impunidad, el narcotráfico mantiene sus raíces en la economía informal y en la institucionalidad viciada, y los grandes empresarios continúan acumulando fortunas a costa del sudor ajeno.
Ustedes, con su ideología de perfume, instalan el manto que cubre las miserias de la explotación dependiente. Aquí, la cifra de “un millón” no es un dato, es una fragancia de falsedades: una narrativa diseñada para convencer al pueblo de que el gobierno cumple, mientras en las calles el hambre aprieta y la violencia sigue decidiendo la vida cotidiana. Se trata de una “farsa estadística”, un espectáculo que confunde el asistencialismo con la emancipación, y la miseria maquillada con la justicia social.
Un verdadero plan de desarrollo no se mide en cifras de funcionarios palabreros del Estado, sino en transformaciones concretas: acceso universal a la salud, educación gratuita y de calidad, soberanía alimentaria, redistribución de la riqueza, justicia laboral y participación real de los trabajadores en la toma de decisiones. Eso es lo que debería significar “salir de la pobreza”: dejar de ser esclavos de un sistema económico que condena a la mayoría a vivir de las sobras.
La clase política prefiere la ilusión al cambio real. Prefiere anunciar “millones liberados” mientras mantiene intactos los cimientos de la desigualdad. Prefiere la ideología del progreso numérico, que sirve como propaganda electoral, en lugar de iniciar una verdadera revolución social que toque los intereses de los círculos económicos y de los grupos de poder transnacional.
El pueblo hondureño merece más que discursos triunfalistas: merece la verdad. Y la verdad es esta: no se ha vencido a la pobreza, solo se la ha reciclado. Lo que se celebra no es la liberación de un millón de personas, sino la victoria del lenguaje político sobre la realidad social. Se festeja el triunfo de la farsa sobre la esperanza.
Mientras Honduras no rompa con el modelo que genera desigualdad, cualquier anuncio de “millones de pobres menos” será un espejismo: humo ideológico diseñado para sostenerse en el poder con un millón de mentiras