Hacia el patio trasero de la casa que habitamos hay un enorme terreno baldío de una institución que, felizmente, nunca se ha urbanizado por no sé qué conflicto legal. Como la vida se abre paso, en el predio crecieron múltiples árboles silvestres, arbustos, hierbas y matorrales que eventualmente mandan a cortar. Sin proponérselo, se ha convertido en un nutrido hábitat que respira colindante con un sector residencial capitalino.
Algunas ardillas llegan a diario con su actitud de sobresalto a un árbol de guayabas de nuestros vecinos. Antes, el perro enloquecía ladrándoles, hasta que se convenció de su inútil escándalo y la indiferencia de estos pequeños mamíferos que sólo le dejaban caer los desperdicios.
Sobre los muros -protegidos con espirales de púas y alambres electrificados- pasan diferentes animales, pero el que más escandaliza es el tacuacín, que, por su aspecto feo y siniestro, es víctima de maltrato y prejuicios a pesar de su trabajo ecológico clave en el control de plagas: devora desde larvas de zancudos, arañas, ratas, hasta serpientes.
En el enorme terreno coexisten roedores, mamíferos y una variedad sorprendente de insectos. Algunos impresionan con sus colores llamativos, entre escarabajos y mariposas; otros aterran con su apariencia amenazante y peligrosa, como avispas, mantis y chinches; también arácnidos como tarántulas o escorpiones, que, por suerte, sólo aparecen de vez en cuando.
Más arriba están los pájaros de todos los colores y tamaños. Se disputan las frutas, los insectos y, uno que otro, la comida del perro. Su ruidosa presencia se acentúa por las tardes, al volver a sus nidos, a sus ramas, y no pueden dormirse sin armar un alboroto ensordecedor, aunque por la mañana trinan y hacen pensar que están felices.
¿Por qué reivindico estos detalles? Porque todo mundo sabe lo imprescindible de la convivencia con la naturaleza; la impostergable obligación de proteger animales y plantas para nuestra propia sobrevivencia; pongamos algo más sencillo: porque está de moda ser ecologista. Pero ni aún así los candidatos a la alcaldía capitalina tienen una propuesta mínima para crear espacios abiertos, parques y -menos- una lagunita artificial para que los ciudadanos nos solacemos.
Es sabido que los espacios públicos naturales como parques, bosques y lagos hacen mejores a las personas y tienen un inestimable impacto en el bienestar físico, emocional y social de los habitantes. Contrasta lastimosamente con el paseo habitual de Tegucigalpa en los centros comerciales: costosos, consumistas, artificiosos.
Los parques naturales entusiasman la actividad física y, sin querer, reducen el estrés, la ansiedad; estimulan la convivencia social, la empatía, la inclusión y la cohesión comunitaria. ¿No son acaso los vicios y síntomas de nuestra sociedad rota? Pero vamos a elecciones en noviembre y los candidatos a alcalde no tienen estos alcances