Sabíamos, con fastidio, que estas semanas previas a las elecciones serían de confrontación agresiva entre los políticos. La hostilidad es normal en cualquier país en contiendas electivas, pero aquí se pasaron: el descomunal odio, el rencor, la abominación, la acusación y la mentira reflejan una sociedad que extravió su dignidad colectiva, que perdió el respeto a sí misma.
Los hondureños dejaron de quererse como comunidad; no cuidan las instituciones, no hay consideración para nadie, desechan la cultura y la memoria; crece el desprecio mutuo y la autodestrucción. Se ve claramente que el interés personal prima sobre el bien común. Ninguna nación se hizo próspera y desarrollada con este despreciable lastre.
Todo se retorció cuando, infortunadamente, la política pasó de las manos de los políticos al control avaricioso de grupos particulares: corporaciones empresariales, congregaciones religiosas, asociaciones dizque de sociedad civil, sociedades financieras, cuerpos gremiales, hermandades sospechosas y cofradías criminales, que mantienen una campaña implacable y descarnada para recuperar el mando del gobierno.
Se perdieron el respeto muchos políticos que, por dinero y privilegios efímeros, erosionaron los valores y la doctrina de sus partidos y ahora son simples mercachifles que cambiaron su palabra por el sarcasmo, la burla, la descalificación, y creen que el insulto es un debate. Si faltara algo, hasta permitieron en sus planillas a charlatanes y subnormales.
Se perdieron el respeto ciertos empresarios que, sin visión ni creatividad, precisan del gobierno para hacer negocios y descienden a la abyecta corrupción para enriquecerse. Algunos se afiliaron al Cohep en busca de la ansiada protección gremial y, lejos de promover el desarrollo y la mejora de la sociedad -como ocurre en otras naciones-, tomaron bando electoral como cualquier activista.
Se perdieron el respeto los religiosos que recibieron cheques y privilegios a cambio de su sermón partidista y convirtieron el púlpito en plataforma política, aunque la moral, la ética y las leyes hondureñas se los prohiben. Dan pena unos cuantos pastores evangélicos que no disimulan su mercantilismo y fanatismo, que los ha hecho millonarios.Se perdieron el respeto ciertos periodistas, carentes de la intelectualidad que nutrió este oficio desde siempre. Ahora normalizan la mentira, justifican la corrupción y explotan la violencia. Gestores de páginas en redes que llaman periódicos se vuelven altavoces de políticos envilecidos y amplifican el odio de falsos “analistas” y desprestigiados funcionarios gringos. Asumen que el público es influenciable, que ya no exige verdad y decencia, sólo espectáculo.
Cuando se pierde el respeto, predominan el odio, la intolerancia y el cinismo. Si embargo, en este colapso moral aún quedan minorías íntegras, voces decorosas y políticos honestos que pueden devolver el país al camino del futuro.