En la historia de los pueblos, la relación entre el poder político y la Iglesia -entendida como institución moral, social y espiritual- ha sido turbulenta, entre conveniencias, silencios y rupturas. Pero hay momentos en que esa relación se convierte en guerra: cuando la Iglesia alza la voz contra la mediocridad del Estado y los gobiernos, en lugar de escuchar, desatan la inquisición ideológica del desprestigio.
La historia está plagada de advertencias. En la Rusia soviética, el comunismo estalinista desató una campaña brutal contra la Iglesia ortodoxa: templos fueron cerrados, sacerdotes ejecutados y la fe reducida a una práctica clandestina. En la China de Mao, el culto al líder exigía vaciar de sentido toda religión; se persiguió a comunidades de fe y muchas Biblias fueron confiscadas o destruidas, mientras la liturgia era reemplazada por el dogma del partido. En la Cuba castrista, durante décadas se persiguió a los cristianos como “contrarrevolucionarios”; y en Nicaragua, hacienda particular del orteguismo, los sacerdotes y pastores son encarcelados y exiliados.
¿Y qué tienen en común todos estos regímenes? La certeza autoritaria de que la verdad solo reside en el partido, en sus acólitos sectarios de la ideología y en el Estado. Cualquier otra voz -y especialmente la voz espiritual que toca la conciencia- se convierte en enemiga pública.
Mientras tanto, en Honduras asistimos a una escena peligrosa: un aparato estatal, torpe en su administración y errático en su ética, se lanza en una cruzada contra sectores de la Iglesia que osan criticar su ineficacia, su arrogancia, sus privilegios escandalosos y su progresivo alejamiento de las realidades urgentes del pueblo.
Tanto así que cuando obispos o pastores denuncian la pobreza criminal, el colapso de los hospitales, la manipulación política de los programas sociales o el cinismo de algunos funcionarios, no lo hacen desde un balcón de privilegio, sino desde las comunidades que conocen y acompañan.
Pero el problema no es que la Iglesia opine. El problema es que tiene razón. El problema es que incomoda. Y eso en una democracia debería ser motivo de diálogo, no de cacería.
Sin embargo, la reacción del poder ha sido predecible: linchamiento mediático desde redes sociales y estigmatización con una narrativa de confrontación que busca sustituir la autocrítica por la persecución. Se les tilda de “retrógrados”, “aliados de la oligarquía” o “enemigos de la refundación”. En pocas palabras, para el gobierno, si no estás con ellos, estás con los corruptos del pasado; pero esa lógica maniquea es tan infantil como peligrosa.
Por consiguiente, que no se equivoquen los predicadores de la propaganda ni los portavoces del discurso pseudorrevolucionario: la Iglesia no es propiedad privada de una familia de vaqueros, ni de una cúpula evangelizada por decretos ilegales y las dádivas del poder. La Iglesia es del pueblo. Y si el pueblo sigue creyendo en su palabra, ni mil oficinas llenas de serviles asalariados podrán callarla; porque la fe no se arrodilla ante el miedo y el Evangelio no se espanta con sombrerazos.