Muchas señales advertían desde hace tiempo que Estados Unidos se precipitaba, ruidosamente, hacia el abismo debido a la sofocante desigualdad económica y social, sumada a una fauna política confrontativa y destructiva. Sin embargo, nada evitó la perplejidad general ante la batalla callejera entre manifestantes y policías, que confirma el caos: un terrible reflejo de esas distopías que solo veíamos en las películas de Hollywood.
El presidente Donald Trump aparece en todas las noticias como el acelerador de la crisis debido a su actitud procaz, amenazante, antiinmigrante y xenófoba, que ha convertido al país que alguna vez se vendió como “el sueño de muchos” en la pesadilla de tantos. Entre las víctimas de redadas y deportaciones hay numerosos hondureños, además de otros detenidos por la policía.
Las imágenes de violencia callejera, cargas policiales, uso excesivo de la fuerza, discursos agresivos, amenazas radicales y un desasosiego generalizado nos transportan, sin quererlo, a las páginas de “El cuento de la criada”, la novela de la escritora canadiense Margaret Atwood. En ella, Estados Unidos es destrozado por un golpe de Estado y reemplazado por una sociedad infinitamente más brutal.
La República de Gilead, nombre que sustituye al de Estados Unidos en la obra de Atwood, es un régimen totalitario manejado no por empresarios multimillonarios, sino por una élite fundamentalista que, bajo una feroz doctrina religiosa, somete a la población mediante la represión y el miedo.
Aunque la trama de la novela se basa en una distopía religiosa y una infertilidad masiva que deja a pocas mujeres capaces de concebir, también refleja a un grupo gobernante que promete “devolver la grandeza a la nación”, imponer su moral y neutralizar a quienes considera amenazas: la diversidad, el feminismo, los ambientalistas, las minorías raciales y otras causas sociales. Algo no muy distinto a lo que hoy la administración Trump y sus seguidores tachan despectivamente como la agenda “woke”.
Al igual que en la República de Gilead, donde las crisis sociales son irreconciliables, las autoridades aprovechan la convulsión para reinterpretar leyes, normas y conceptos a su conveniencia, imponiendo un sistema despiadado. Y, como en la ficción, apenas queda un puñado de opositores obligados a actuar en la clandestinidad.
Hace unos meses, era difícil imaginar las calles de Estados Unidos sumidas en una revuelta popular fuera de control. Más difícil aún es predecir cómo terminará todo esto, porque, como escribió Nelson Mandela: “Cuando el agua empieza a hervir, de nada sirve apagar el fuego”.
A nosotros, como hondureños, nos inquieta y preocupa cualquier convulsión en Estados Unidos. Primero, por sus propios ciudadanos y por los vínculos comerciales; pero, sobre todo, porque casi todos tenemos un familiar, un amigo o un conocido sufriendo allá el desvanecido “sueño americano”.