Siempre

Una legión de minificticios

Alrededor del nombre de “minificción” gravita ahora una legión de autores que reclaman focos porque creen merecer un lugar aparte, una habitación propia, de paredes transparentes, pero no para crear sino para que los contemplen
11.05.2023

SAN PEDRO SULA, HONDURAS.- Hubo un tiempo en que las ficciones breves, brevísimas, eran algo serio.

Uno leía, por ejemplo, los “Cuentos breves y extraordinarios” que antologaron Borges y Bioy Casares y disfrutaba de esa capacidad de síntesis de los autores, de su inteligencia, de su gracia.

Aprendía uno a respetar ese tipo de narrativa y notaba que en ella había algo distinto, digno de estudio más allá del goce.

Quizá porque sus manifestaciones no eran tan abrumadoras como lo son ahora, uno reparaba en esos cuentos breves con buen ánimo, con ganas de dejarse sorprender y sin la mueca de la sospecha.

No se hablaba de “minificción” sino de narrativa a secas y no importaba su extensión; se fijaba uno en la calidad de la escritura, en su valor estético, en su posible aporte a la literatura.

Entonces, todavía entendíamos que no podía llamársele literatura a cualquier cosa, y sabíamos diferenciar un texto breve, con voluntad narrativa, de otro, también breve, que fuera lírico o argumentativo. Llegábamos incluso a diferenciar la buena prosa de los lugares comunes.

No existía Twitter y, por lo tanto, no aspirábamos a recopilar nuestras magníficas ocurrencias y a ofrecerlas, con un título pretencioso, a esa masa excesivamente receptiva y tolerante, cada vez más “light” e instagramera, que llamamos “público”.

Alrededor del nombre de “minificción” gravita ahora una legión de autores que reclaman focos porque creen merecer un lugar aparte, una habitación propia, de paredes transparentes, pero no para crear sino para que los contemplen.

Con actitud gremial y férrea voluntad de conexión internacional, demuestran gran capacidad para la organización de encuentros y festivales y para la publicación de eso que llaman “antologías”.

Por lo general y con puntuales excepciones, se trata de autores que se han saltado unas cuantas etapas entre la aspiración a escribir y la publicación y que incluso, para multiplicar el efecto, dan talleres de escritura.

En las frecuentes publicaciones de esos insignes miembros de la legión de los minificticios abundan los lugares comunes, los problemas de sintaxis, la ramplonería; todo eso, paradójicamente, concentrado en pocas líneas.

Algunos van por ahí sobrados de ínfulas y ávidos de fama y es común verlos desplegar en las solapas de sus libros un currículum más extenso que las brevedades de cuya autoría presumen y con las que han hecho “carrera”.

Esos datos biobibliográficos resultan, en la mayoría de los casos, más interesantes (por curiosos) y con mayor gracia (por inocentes) que los textos que abonan su “trayectoria literaria”.

Un espíritu democratizador y la permanente amenaza de la cancelación en las redes sociales nos lleva en la actualidad a aceptarlo todo sin ofrecerle un “pero” como pequeño acto de resistencia.

Desaparecida la crítica, que antes era la instancia en la que se manifestaban el conocimiento, el buen juicio, la mesura, lo que prevalece es la mera voluntad expresiva en la que autores, usuarios de las redes sociales e “influencers”, casi todos provenientes del mismo vacío formativo, deciden la frecuencia que hay que sintonizar para convivir felices en el autoengaño.

Expertos en el cultivo del ego y de la pose, en el desarrollo curricular y en las relaciones públicas, los miniautores, como ya lo hicieron los malos poetas, se multiplican como conejos en este mundo actual cada vez más gobernado por el mal gusto y la falta de crítica.

En el caso de los narradores de distancias largas la multiplicación, por suerte, es menos fácil, pues bien sabemos que escribir más de tres páginas con cierta corrección, coherencia y algo de gracia es un asunto que no se le da a cualquiera.

Como masa informe, como bulto, como multitud, como manada, es imposible obviar a esos autores de ego robusto y obra flaca; están ahí, prolíficos, llamándole “mi obra” a sus cositas, ganándose, por persistencia, por mayoría, por ubicuidad, el cada vez más devaluado crédito popular.

Insisten en creer que la literatura se hace a fuerza de demagogia feisbuquera, de amiguismo, de presencia hasta en la sopa, de “likes” y de estrellitas en Goodreads.

Están muy ocupados en darle forma al autoengaño o a la impostura. Construyen la macroficción de su propia vida mientras se hacen las selfies, que han de requerir extenuantes preparativos. Con todo eso, debe quedarles muy poco tiempo para la lectura.

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