Noticiero. Eran las siete de la mañana; acababa de salir del baño y me sentaba a desayunar, cuando vi una noticia en la televisión, que, por un momento, llamó mi atención.
La Policía estaba presentando a dos menores de edad a los que acusaban de haber cometido un asesinato hacía apenas unas horas antes. Y, junto a los detenidos, el noticiero presentó la escena del crimen. Allí estaba el cuerpo de un hombre joven, tendido cerca de las gradas del puente peatonal que está cerca del Instituto Central Vicente Cáceres. Aunque estaba cubierto con una sábana, se veía sangre alrededor, sangre en abundancia.
El portavoz de la Dirección Policial de Investigaciones (DPI) decía que, a esos de las once de la noche, los sospechosos habían atacado a la víctima de sorpresa con una piedra de tamaño considerable y lo habían golpeado varias veces en la cabeza hasta quitarle la vida.
Decía, además, que un testigo alertó a una patrulla de la Policía que estaba cerca de allí y que los policías, respondiendo al llamado, llegaron justo en el momento en que los asesinos remataban a su víctima con la piedra.
Cuando el conductor de la patrulla hizo sonar la sirena para advertirles a los sospechosos que se detuvieran, ellos dispararon sus armas contra la patrulla, luego vino un enfrentamiento que duró pocos segundos, ya que los delincuentes escaparon en veloz carrera en dirección al río Guacerique, que está cerca de la escena del crimen.
Sin embargo, los policías, decididos a detenerlos, los persiguieron hasta localizarlos en una casa del barrio Villa Adela, donde fueron capturados. Y, ahora, estaban en manos de la fiscalía para que los llevara ante la justicia.
Esto fue lo que vi en la televisión, sin embargo, aunque al principio aquellos muchachos me parecieron culpables a juzgar por las explicaciones del portavoz de la DPI, había algo en ellos que me llamó la atención, algo en lo que, al parecer, nadie se había fijado. Pero, ya que tenía que estar en mi trabajo antes de las ocho de la mañana, salí de mi casa y no me ocupé más de aquella historia.
Hay algo que quiero decir, con absoluta convicción, y es que, a lo largo de mi carrera como abogado penalista y como catedrático de criminalística en la Universidad Metropolitana y en mis cátedras en la Universidad Nacional Autónoma, es que Dios no toma por inocente al culpable, y no toma por culpable al inocente. Y este caso es una muestra clara de lo que aquí digo.
Llamada
Dos horas habían pasado desde que salí de mi casa, cuando recibí una llamada. Era de la Defensoría Pública.
“Hola” -dije, contestando el teléfono.
“¿Es el abogado Enrique Flores Rodríguez? -me preguntó una voz que tardé algún tiempo en reconocer.
“Sí -le respondí-, soy yo. ¿En qué le puedo servir?”
Después de identificarse, la persona que me hablaba, me dijo: “Abogado, hay un menor de edad que necesita su ayuda... La Policía lo capturó antes de la medianoche en el barrio Villa Adela, en su propia casa, y lo acusa de haber matado a pedradas a un hombre, cerca del puente peatonal del Instituto Central”.
De inmediato recordé la noticia que había visto en el medio en el noticiero en la mañana.
“¿Por qué me llaman a mí?” -pregunté.
“Una de sus especialidades es la defensa de menores infractores, abogado, y, aquí, en la Defensoría Pública, pensamos en usted... Si está disponible, por supuesto”.
No tardé en responder.
“Claro que sí -dije-. Con mucho gusto. ¿Dónde puedo entrevistar al sospechoso?”.
“Todavía está en la DPI -me respondieron-, tiene quince años, y la fiscalía lo está interrogando”.
“Excelente -dije-. ¿Están los familiares del sospechoso en la DPI?”.
“Sí”.
“Bien... Necesito la autorización de ellos para defenderlo”.
Mientras manejaba en dirección a la DPI pensaba en lo extraño que Dios actúa en la vida de los seres humanos. Aquel niño, porque el sospechoso era solo un niño de apenas quince años, había sido presentado como asesino y la escena del crimen estaba todavía muy fresca en mi memoria: la piedra, como arma homicida, grande, con puntas y aristas, y empapada en sangre; la sangre de la víctima sobre el concreto, mostrándose silenciosa bajo la sábana con la que algún buen samaritano había cubierto el cadáver y aquel detalle especial en el que me había fijado casi como a vuelo de pájaro, y el que parecía que nadie más había visto.
Entonces, dije: “Dios bendito, si has de hacer justicia, que sea a tu manera”.
El niño
Era de baja estatura, delgado, de rostro fino y ojos asustados. Vestía una camiseta blanca, tan blanca, que parecía que era nueva; un pantalón corto, de bolsas anchas a los lados y de color negro; llevaba puestos calcetines blancos, pequeños, y calzaba tenis blancos, tan blancos y pulcros como la camiseta que vestía.
“Si querés que te ayude -le dije-, necesito que me digás la verdad. Si me mentís, lo único que vas a hacer es condenarte solo. La Policía te acusa de un crimen grave y la fiscalía te va a llevar ante el juez, que no se deja convencer con mentiras. ¿Me comprendés bien?”.
El niño me respondió moviendo la cabeza hacia adelante y yo esperé a que llegara el agente de Derechos Humanos, un psicólogo de Medicina Forense, y le pregunté:
“¿Vos lo mataste?”.
“No, abogado -me respondió él, de inmediato-. Yo ni siquiera estaba en ese lugar y menos a esa hora. Pregúntele a mi mamá y a mis hermanas... Los policías llegaron a la casa, como a eso de las once y pico de la noche, y me sacaron a la fuerza”.
Era lo mismo que me había dicho la madre, cuando la entrevisté.
“Los policías llegaron a la casa -me había dicho-, eran como las once y cinco, o las once y diez, y solo entraron y se llevaron a mi hijo. Cuando les pregunté por qué se lo llevaban, me dijeron: ¿de verdad quiere saber, señora?”.
“Pues sí -les respondí yo-. Ah, pues, sepa, señora, que su hijo acaba de matar con una piedra a un hombre en las gradas del puente peatonal del Instituto Central, y sepa, también, que cuando quisimos detenerlos, se enfrentaron a tiros con la Policía”.
La mujer dio un grito, y casi se desmaya:
“Pero, si mi hijo ha estado aquí desde las nueve de la noche... Y nunca ha tenido una pistola”.
“Señora -dijo el policía-, por desgracia los padres somos los últimos en saber en qué andan nuestros hijos... Y lo sentimos mucho, señora, pero su hijo está detenido por considerarlo sospechoso de asesinato... Le recomiendo que se busque un buen abogado”.
Y, sin decir nada más, y sin responder a más preguntas de la madre, la Policía se llevó capturado al niño. Con él, llevaban a otro sospechoso y lo mismo les dijeron a los familiares del muchacho.
“Estos dos acaban de matar a un hombre a pedradas y lo mataron por encargo, porque no le robaron nada -continuó la Policía-. Y, cuando los descubrimos rematando a la víctima, los dos atacaron a tiros a la patrulla. Después, escaparon por el río Guacerique y vinieron a esconderse en Villa Adela”.
“Mi hijo es inocente -gritó la madre del muchacho, mientras los policías lo subían a la paila de la patrulla-; podemos probar que estaba aquí desde las ocho de la noche”.
A lo que los policías, le respondieron:“Señora, con el debido respeto, eso deben demostrarlo en los juzgados. La Policía solo cumple con su deber. Si quieren verlos, van a estar en la DPI, en la colonia Kennedy”.
Por supuesto, hubo resistencia de parte de los parientes de los detenidos para que no se los llevaran, y, por supuesto, también, llovieron insultos, maldiciones e improperios sobre los policías, como si les lloviera un diluvio. Pero, la Policía solo cumplía con su deber y su deber era detener a los sospechosos.
Allá, a unos cinco kilómetros de Villa Adela estaba el cadáver en medio de un charco de sangre, con la cabeza deshecha, y, cerca de él, una piedra empapada en sangre, con restos de piel, de cabellos, de astillas de hueso, y masa encefálica... Según el análisis del forense, el primer golpe lo aturdió, porque tenía fractura en la parte de atrás del cráneo.
Se agarro al pasamanos de las gradas del puente y allí recibió el segundo golpe; luego, el tercero, y, una vez en el suelo, el cuarto, el quinto, y varios golpes más, hasta que le destrozaron aquella parte de la cabeza.
“Lo mataron por encargo -repitieron los policías, cuando quise entrevistarlos para conocer más detalles del caso-; si quiere saber más, abogado, allí está el informe... Y puede hablar con el fiscal... Estamos seguros de que este no es el primer crimen de sangre que cometen estos dos angelitos”.
Mientras el policía se retiraba, vino a mi mente aquel detalle que parecía que a nadie le interesaba.
“Decime la verdad” -le dije al niño.
“Se lo juro, abogado. Yo no hice eso... Yo no estaba allí... Es más, yo nunca voy por esa zona, porque allí hay unos chavos que, si ven chavalos de otro lugar, lo agarran, lo torturan, lo matan y lo dejan embolsado en cualquier parte... ¡La Policía se equivoca!”.
“Te creo -le dije al niño-, y te voy a ayudar”.
El abogado Enrique Flores Rodríguez hizo una pausa en su relato, dio vueltas a las páginas del expediente del caso, y mostró unas fotografías, demasiado grotescas de la escena del crimen. Y, luego, señaló algunas fotografías más...
“Me estaba metiendo en camisa de once varas -dijo el abogado Flores, después de sorber un trago de café-, pero había algo que me impulsaba a seguir con este caso... Entonces, me encomendé a Dios”.
Continuará la próxima semana