Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El secreto más doloroso

Religiosos¿Pescadores de almas o depredadores de niños?
20.06.2021

Los casos siguientes fueron enviados por lectores de esta sección, y en ellos hay datos y detalles que no se pueden escribir, por lo que se presentan de la manera más digna posible.

PRESENTACIÓN.

Algunos de los últimos casos que hemos presentado en esta sección de diario EL HERALDO han causado conmoción en miles de lectores, lo que ha hecho que nos escriban hasta llenar el correo de forma que no he podido leerlos todos, ni responderlos como deseo.

Son mensajes tristes, de personas que se compadecen de las víctimas de los depredadores de niños porque ellos y ellas ¡también han sido víctimas de estos monstruos humanos!

Daño
A mí me dañó mi tío. Jugaba conmigo, me hacía regalos y siempre terminaba obligándome a hacer cosas horribles. Y yo, por miedo, jamás dije nada. Pero, muchas cosas cambian en un niño abusado, y yo cambié desde los seis años. Cuando cumplí dieciocho, era un ser sin valor, sin ganas de vivir, que odiaba a todo el mundo y que no pensaba nada más que en vengarse del que le hizo daño”.

Por supuesto que me gustaría publicar sus casos, de la misma manera en que deseo que los aberrados sean castigados severamente.

Y, en este punto, les digo a los hombres y mujeres que en sus escritos dicen que desean vengarse de quien les hizo daño, que mejor denuncien, que se amparen en la Ley y que confíen en Dios.

Grandes Crímenes: Vivir para odiar (I)

Grandes Crímenes: Vivir para odiar (II)

La venganza solo traerá problemas mayores, y añadirá dolor y tristeza a sus corazones.

Además, recuerden que no hay crimen perfecto, y que no hay nada que pueda mantenerse oculto eternamente.

Tal vez, para muchos no sea fácil asimilar estas palabras, pero, con la ayuda de Dios todo es posible, y a quienes me escribieron, les deseo sinceramente lo mejor.

Hoy, presentaremos algunos de esos casos con la intención no solo de que se conozca el mal que hacen las bestias humanas cuando se festinan contra los indefensos e inocentes niños, sino para que los padres cuiden más a sus hijos y para que las autoridades les hagan justicia a las víctimas que esperan todavía en el limbo de la mora judicial.

DANIEL.

“Carmilla, le escribo llorando, y lloro porque me duele que los abusadores de niños sigan causando tanto daño. Ojalá pueda referirse a mi historia. Gracias”.

“Yo tenía trece años; en realidad, los iba a cumplir en unos pocos meses, cuando un amigo me llevó a la Iglesia. El amigo servía ayudando al ‘hombre de Dios’ cada día, y me preguntó si me gustaría ‘servirle al Señor’ como él lo hacía. Y yo dije que sí. Mi familia estuvo de acuerdo. “Así conoce a Dios desde temprano en la vida –dijo mi padre–, y no se acerca a lo malo nunca”. Pero, lo que mi padre no sabía, es que me acercaba a lo malo acercándome a la iglesia.

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Aquel hombre era agradable, sonreía con dulzura y generaba confianza. Desde el inicio, empezó a instruirme personalmente, y a enseñarme lo que “le agradaba y lo que le desagradaba a Dios”. Y me dijo que lo que más le desagradaba era la desobediencia, y que si éramos obedientes, alegraríamos el corazón de Dios. Y yo le creí. Había algo en él que hacía que uno le creyera, que confiara en él y lo siguiera con los ojos cerrados. Por eso, cuando empezó a “acercarse a mí” yo no tuve temor, y no sentí que aquello fuera malo. Pero, cuando llegó más lejos, me sentí triste y sucio, y me alejé unos días de la iglesia. Pero él llegó a buscarme con mi amigo, y habló con mis padres, y estos me pidieron que siguiera en la iglesia, “al lado de aquel varón de Dios que solo buenas cosas podría enseñarme”. Era mejor a que anduviera de vago, como muchos de los niños y adolescentes del barrio.

Yo no dije nada. Sentía vergüenza, me sentía sucio y empecé a alejarme de todo el mundo, pero nadie se dio cuenta de mi cambio. Lo peor es que aquel hombre trató de explicarme que no había nada de malo en lo que hacía, porque todo lo que sucedía en la vida de los seres humanos era porque así lo había hecho Dios, y que él me demostraba cuánto me quería al haberme elegido para darme todo su cariño y su confianza.

Yo fui perdiendo la voluntad, la confianza en mí mismo y hasta el deseo de vivir. Aquel hombre no se cansaba de hacerme daño, hasta que, cuando cumplí quince años, le grité que no me dejaría tocar más por él, y que si lo volvía a hacer, le iba a decir a mi papá y que después me iba a matar.

No sé si eso fue lo que lo alejó de mí. La verdad es que no regresé a la iglesia, y que él no me buscó más. Hoy, mi secreto sigue guardado en lo más oscuro de mi corazón, con dolor, con tristeza, con ira y con deseos de venganza. Sé que ese hombre está vivo.

Han pasado muchos, muchos años desde la última vez que me puso una mano encima, y lo digo de esa forma porque los detalles son horrorosos. A veces, quisiera buscarlo, confrontarlo con lo que me hizo, y arrancarle el corazón de la misma forma en que él me arrancó la vida. Una vida que no tiene sentido porque nunca pude vivirla como una persona normal.

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Y le digo esto, Carmilla, porque, deseando ser “una persona como todo el mundo”, tuve una relación con una mujer muy bonita y buena, y no prosperó. Después, otra, y otra y nunca pude ser esposo, y mucho menos padre. Y hoy, a mis cuarenta y cinco años, profesional universitario, con una buena posición social y con un trabajo generoso, no soy más que un desecho humano que lucha con lágrimas y cólera por dejar a un lado lo que me pasó…

LAURA.

Hola, Carmilla. Usted nunca me verá en persona, pero yo, que sigo sus casos cada semana en EL HERALDO, deseo que se interese por esta historia que le voy a contar, y lo hago porque leí con lágrimas el caso de las dos muchachas que “castigaron” al hombre despiadado que les hizo daño.

Llámeme Laura, y escriba lo que le cuento, si usted cree que será de interés para sus lectores, y que servirá, además, para formar conciencia en los adultos sobre el abuso de menores, una práctica horrible que sigue sucediendo ante los ojos de Dios y de las autoridades, y que parece que no se castiga lo severamente que debe ser castigado este delito horrible que, aunque no mata, destruye la vida de sus víctimas. Yo soy una de ellas.

Mi padrastro me hizo daño desde que cumplí los cinco años. Mi madre lo supo muchos años después, y nunca hizo nada. Y allí sigue con él, como copastora de la iglesia que fundó su suegro, y que dirige este hombre malvado.

Hoy tengo veinticinco años, me casé y me divorcié, y estuve en otras relaciones que nunca se estabilizaron. Tengo miedo y, aunque no aborrezco a los hombres, tiemblo al solo pensar en una relación. Sufro, Carmilla, y eso es algo que parece que he de llevar hasta el último de mis días. Y no es que sea amargada solo porque mis amigas son escasas, porque hablo poco y prefiero estar en mi casa, encerrada, haciendo nada o viendo televisión. Trabajo, pero solo cumplo con mi deber. He tratado de llevarme bien con el mundo, pero siento que no soy parte del mundo. Aquel hombre cruel me arrancó de la tierra, y me hundió en la amargura, la tristeza y la desesperación. No tengo impulsos suicidas, pero me parece que la vida no tiene sentido, sobre todo, cuando se recibe un daño de la magnitud del que recibí yo, de manos de quien debió cuidarme. Y allí está ese hombre, como pastor de su iglesia, predicando lo bueno, engañando a la gente con su cara bondadosa y sus maneras de enviado de Dios.

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A veces quisiera denunciarlo, quitarle la máscara y exponerlo ante todos, pero tengo miedo. Sé que si se conoce mi historia públicamente, voy a quedar expuesta, y eso me da miedo. Me van a señalar, la gente que me conoce va a querer saber más, unos se van a compadecer y otros van a querer aprovecharse de una mujer sola y golpeada como yo. Por eso no lo hago. Y, también, quisiera hacerle daño, sacarle los ojos, el hígado… y lo que hago es ponerme a llorar, a solas, recordando el mal que llevo encima, y que me hace ser una mujer anormal…

DENIS.

Hola, Carmilla. Los casos que usted ha escrito sobre abuso de menores desgarran el corazón. Los abusadores deberían ser castigados de por vida. Hacen un daño que no se puede reparar nunca, y yo soy la muestra de eso.

Conozco personas que fueron dañadas igual que yo, y que han hecho una vida lo más normal posible. Se casan, tienen hijos, y fingen no sufrir. Pero, no los critico. Cada quien lleva su cruz como puede, y yo llevo la mía clavada en mi espalda.

No me he casado. He pensado mucho antes de ir donde un psiquiatra. Me recomendaron al doctor Javier Uclés, pero tengo miedo. Igual, creo en Dios, y sé que más temprano que tarde tengo que ir donde el doctor.

A mí me dañó mi tío. Jugaba conmigo, me hacía regalos y siempre terminaba obligándome a hacer cosas horribles. Y yo, por miedo, jamás dije nada. Pero, muchas cosas cambian en un niño abusado, y yo cambié desde los seis años. Cuando cumplí dieciocho, era un ser sin valor, sin ganas de vivir, que odiaba a todo el mundo y que no pensaba nada más que en vengarse del que le hizo daño. Pero, eso jamás podría ser porque a mi tío, el flamante copastor de una iglesia del norte, lo trasladaron a Estados Unidos, ¡como si allá no hubiera suficientes depredadores de niños!

Tengo veintidós años. La última vez que aquel degenerado me hizo daño fue hace ocho, antes de irse de Honduras. Lo odio, y sé que si pudiera, lo haría pagar por lo que me hizo. ¿Denunciarlo? No. No es buena idea. ¿Qué dirían mis padres? ¿Qué dirían mis suegros? ¡Porque tengo novia, Carmilla! Y creo que podré rehacer mi vida. Ella no sabe nada. Nadie sabe nada. Pero, yo lo sé, y sufro cada día. Sufro, y lloro, porque ese hijo del diablo me destruyó por dentro. Y “es bendecido” porque vive como un magnate en Florida. Y solo Dios sabe a cuántos niños más les ha hecho el daño que me hizo a mí.

Gracias por adelantado, Carmilla. Quiero que se conozca mi caso para que los padres no confíen a sus hijos en manos de cualquier gente, así y sean sus familiares o sean “siervos de Dios”. No hay maldad en mí. Solo hay dolor, rabia, tristeza…

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