Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Huellas de miedo (parte II)  

¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas de nuestra maldad!

07.12.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- El encargado de un motel encuentra en una habitación a un hombre muerto. No tiene signos de violencia y, aunque está desnudo, alguien lo cobijó y acomodó en la cama.

El forense dice que la causa de muerte es homicida. El agente de investigación de la DPI dice que se trató de un asesinato. Una abogada que acompaña al detective tiene mucho que contar. Un misterio que se enreda cada vez más.

Marina

Sintió vergüenza y bajó la cabeza; algo se atoró en su garganta, y las lágrimas volvieron aparecer en sus ojos, aunque trató de sonreír mientras se disculpaba.

“¿Por qué dice que se trató de un asesinato?” –le pregunté al agente.

“Por la forma en que murió”.

“Y, ¿en qué forma murió?

Toma el expediente de nuevo y lo abre en una página. Lee en voz alta:

“Sobredosis de insulina”.

Sigue a esto un momento de silencio, sin embargo, Marina se estremece, mira al detective, y este le sonríe.

“No se preocupe” –le dice.

La mujer se tranquiliza.

“Yo no tuve nada que ver en eso, Carmilla –me explica cuando veo que hay mucho misterio entre los dos–; le aseguro que yo deseaba verlo muerto, pero no lo maté yo… No…”.

“Pero, ¿sí sabe usted quién lo mató?”.

Marina mira de nuevo al agente y no dice nada.

“Mire, Lic –dice el detective–, este caso es muy bonito, por la forma en que fue planificado y por la forma en que se ejecutó el crimen… Y no es que haya sido la obra de criminales geniales… Las cosas se dieron de una forma en que parece que fue una fuerza superior la que las puso en orden…”.

Hace una pausa.

“Y la forma en que desenredamos la madeja no es, también, una obra de arte de la DPI…, aunque actuamos como una policía científica”.

“¿Qué tiene que ver Marina en todo esto?”.

Se miran y ella sonríe; está pálida y le tiembla la mano cuando se lleva la taza de café a la boca.

“Ella –me dice el detective– fue la clave para resolver el caso; o, mejor dicho, para desenredar una serie de misterios que nos tuvieron por mucho tiempo entre la espada y la pared”.

Suspira, deja pasar unos segundos, y agrega:
“Usted sabe, Carmilla, que la DPI tiene una sobrecarga de trabajo, que cada agente tiene asignados muchos casos, pero, ahí vamos, resolviendo uno mientras trabajamos en diez y recibimos los nuevos que van llegando. Y los agentes, hombres y mujeres, tratamos de hacer bien nuestro trabajo, aunque a veces queremos tirar la toalla, no solo por la carga, que es agobiante a veces, sino también por los sueldos, por los salarios que son muy bajos… Pero, bueno… ¡Aquí vamos!”.

Misterios

El detective sonríe, y, en este punto, recuerdo algo que le comentaba un día a mi buen amigo el general René Maradiaga Panchamé.

“General –le dije–, yo que no veo a un policía comiendo o comprando comida en esos lugares de comida rápida, o en esos restaurantes caros, y sí veo a muchos comiendo tortillas con queso y un fresco, o una bolsa de pan en esas postas olvidadas de Dios”.

“Amigo –me respondió–, el policía está mal pagado, y es una lástima, porque, aunque la gente no lo crea, el policía se sacrifica, el policía también tiene familia, también quisiera llevarles a sus hijos una hamburguesa de vez en cuando, y tal vez salir a pasear a esos lugares finos, pero, con el dinero que ganan, a muchos solo les ajusta para medio pasar”.

Y, a hoy, pocas cosas han cambiado.

El detective se calla cuando le recuerdo esta plática con el general. Tal vez tiene prohibido opinar; y volvemos al caso.

“Mire, Carmilla –me dice–, una cosa que me intrigó fue la forma en que la persona que acompañaba a la víctima salió del motel, si solo hay una entrada y una salida, y nadie vio salir a esa persona, y las cámaras no la grabaron. Entonces, ¿por dónde se fue?”.

Sigue a esto un momento de silencio.

“El teléfono celular de la víctima estaba en el cuarto, su billetera con dinero y documentos personales en el pantalón, un anillo en su dedo anular izquierdo, los lentes en la mesita de noche… Nadie le robó nada.

Entonces, con la autorización de la fiscal, revisé el celular. Y vi las últimas llamadas del hombre, las llamadas realizadas. Habían cinco a un solo número, hechas entre las dos de la tarde y las seis y media de la noche.

Hechas y contestadas. Luego vi otras después de las siete y media, pero sin contestar. Y recordé que el empleado del motel me dijo que había llegado a las siete y minutos.

Estaba en compañía, y no respondió. Además, la última llamada que hizo fue a las seis y media, y duró doce segundos.

Le pedí a un amigo de la compañía telefónica que me ayudara para saber desde dónde se hizo la llamada y dónde estaba la persona que la contestó, y no tardé en tener una respuesta. El teléfono era de una mujer, y contestó en la zona de El Chimbo, en la salida a Valle de Ángeles”.

Bebió café y pidió más.

“Ya tenía un nombre, y, aunque no era una pista, me intrigó que no hubieran más llamadas desde ese número después de las seis y media, entonces, le pedí a unos amigos de Ciudades Inteligentes que me hicieran un favor sencillo. Que revisaran las cámaras de seguridad en la salida a Valle de Ángeles para ver si encontraban el carro de la víctima”.

“Y lo hallaron”.

“Sí, saliendo hacia El Sitio, a las seis y veintisiete; llamó desde esa zona a alguien que ya lo esperaba; y regresó unos quince minutos después. Esto me dice que fue a traer a alguien, la recogió, y se fue con ese alguien para el motel. De allí salió muerto”.

Llamada

El detective abre el expediente de nuevo.
“Estas son las diligencias que hicimos –me dice–; léalas”.

Es una lista larga de cosas técnicas.

“¿Llamó usted a la dueña del celular?” –le pregunté, cerrando el expediente.

“Sí, y me sorprendió al encontrarla receptiva”.

“¿Qué le dijo ella?”.

“Ya sé quién es usted y por qué me llama”.

“Eso me parece bueno, Marina” –le dije.

Marina sonríe con tristeza y algo de nerviosismo.

“Podemos vernos ahorita –me contestó ella–, pero quiero que vaya usted solo”.

El detective agrega.

“Marina estaba dispuesta a hablar. Sabía que las llamadas de la víctima a su celular la vinculaban a su muerte y que lo mejor para ella era hablar con la Policía. Por supuesto, eso me sorprendió porque nunca se ven cosas así, pero me ayudó mucho”.

Ayuda

El agente y Marina se vieron en el mismo restaurante en que me contaron el caso. Prejuiciado, como todo policía, estaba dispuesto a detenerla como sospechosa, porque estaba seguro de algo que quería comprobar desde el inicio de la conversación. Dos de sus compañeros estaban en una mesa cercana.

“Dígame, Marina –le dijo el detective–, ¿cómo salió del motel? ¿Por dónde salió? Aunque, si no me lo quiere decir, yo se lo voy a explicar, para que vea que no hay crimen perfecto…”.

Marina esperó unos segundos antes de responder.

“¿Por qué asegura que yo estaba con él en el motel?”

“Porque tenemos videos del carro de la víctima saliendo hacia Valle de Ángeles, y sabemos que la llamó a usted a las seis y media de la tarde de ese día, y que usted le contestó desde la zona de El Chimbo, y sabemos que usted vive por ahí porque tenemos reporte de las llamadas que hace usted desde su casa en esa zona… Se lo digo así para que no hagamos las cosas más complicadas… Podemos ubicar su casa y demostrarle que usted sí estuvo con él en el motel…”.

Marina no dijo nada.

“Lo que me extraña –agregó el agente– es que las comunicaciones entre sus dos teléfonos fueron raras en los últimos seis meses, y una semana antes del crimen, se hicieron más constantes, hasta ese día, en que la llamó cinco veces en pocas horas… Eso me dice que se citaron, aunque, por alguna razón, estaban distanciados, o se conocieron y se relacionaron poco hasta que usted aceptó ir con él a ese sitio”.

El detective se detuvo por un momento.

“Se lo digo así para que no perdamos tiempo… –añadió–. Ahora, veo que usted quiere hablar y eso me agrada…

Dígame, ¿por qué lo mató?”.

“No lo maté yo”.

El agente sacó unas fotografías y las puso ante los ojos de Marina.

“Este es el carro de la víctima, ¿verdad?”.

“Sí” –respondió ella.

“Ahora, señorita –dijo el detective, sacando otra foto–, ¿reconoce este vehículo?”.

Marina se sorprendió.

“Mire –agregó el policía–, para no hacer tan larga esta charla, le voy a explicar algo: En el video de seguridad del motel están grabados los carros que entran, que son los mismos que salen. Y este Chevrolet entró doce minutos después del carro de la víctima. No es nada extraño porque entran y salen clientes, pero, al ver yo que no encontraba el lugar por donde usted pudo irse del motel, tuve una idea.

Les pedí a mis amigos de Ciudades Inteligentes que me ayudaran con la ruta que siguió el carro del muerto, y, después de un tiempo, vimos que este carro Chevrolet lo seguía; lo siguió hasta el motel, pero esperó unos minutos, doce para ser exactos, y entró. No sé en qué habitación se estacionó porque dice el empleado que él no se fija en esas cosas, pero sí sé que alguien que venía en ese carro, venía detrás de usted y que, una vez muerto el señor, usted salió de la habitación y se metió al Chevrolet o a la habitación donde estaba estacionado, esperaron un tiempo, porque el Chevrolet salió a las siete y treinta y dos del motel. O sea, que la relación del hombre, la última, duró entre siete y pico, y siete y treinta… Así fue como usted salió del motel…”.

Marina estaba serena y eso le extrañó al detective.
“Usted lo mató –le dijo este–; usted esperó que se adormeciera después de la relación y le inyectó insulina, mucha insulina, y él se durmió para siempre”.

Tristeza

Marina me mira y hay angustia en su rostro, mezclada con una profunda tristeza.

“Yo no lo maté, Carmilla –me dice–; se lo juro. Aunque quería hacerlo; quería matarlo por el daño que me hizo… Me violó desde los cinco años, y, desde la primera vez, me desgarró, y estuve veinte días en el hospital Materno Infantil. Mi madre dijo que se habían metido a la casa unos hombres y que uno de ellos abusó de mí; dijo que estábamos solas en la casa…”.

Tiembla al decir esto.

“Cuando salí del Materno, ya era mujer de aquella bestia, y abusaba de mí cuando le venía en gana. Y mi mamá no decía nada. Pero, cuando yo tenía diez años, le pedí que me ayudara para que aquel hombre no me tocara más, y ella lo que me dijo fue: ¿Y es que querés que se me vaya? No, mamita… Si para eso son las mujeres…”.

Rechina los dientes y hay ira en sus ojos.

“Estudié y me gradué, pero no dejó de violarme. Me gradué en la universidad, y me fui de la casa. Detestaba a los hombres y me enredé con una amiga, una compañera de la facultad que me ayudó mucho, me dio cariño y me protegió, pero el problema es que ella es casada, y cuando la relación se hizo más fuerte, tuvo miedo por su marido y por sus hijos, y entonces nos separamos.

Después tuve un novio, un capitán del ejército, Tesón y todo eso, pero no me hizo feliz. Era violento, dominador y celoso, y lo peor es que no duraba ni dos segundos en eso… Y así presumía de machazo… Bueno, eso es otra cosa.

Entonces, me quedé sola, y en medio de mi soledad, quise suicidarme varias veces, empecé a cortarme las piernas con cuchillas, y eso me relajaba… Hasta que planifiqué matar al que me destrozó la vida. Y lo llamé.

Y nos citamos, y mi mamá se dio cuenta porque una de sus hijas le dijo que había escuchado a su papá hablar conmigo. Y, esa noche, ella nos siguió, en ese Chevrolet. Yo no sabía nada. Yo llevaba un cuchillo para degollarlo, si es que agarraba valor, pero cuando terminamos en la cama, llegó mi mamá; la puerta estaba sin llave, ella entró con una cara de asesina que me aterrorizó, y se fue directamente hasta él, que se había dormido. Ella sabía que siempre se dormía después de eso. Y lo inyectó.

Primero una jeringa grande, después otra, y otra. Y él no se despertó nunca más. Me sacó de allí mi mamá, y, en el carro, me confesó que había violado a las dos hijas que tenía con él, o sea, a sus propias hijas… que ella sospechó lo que yo quería hacer, y que creyó que era ella la que tenía que castigarlo… Y lo castigó…”.
Marina calla. Ya no tiene mucho qué decir.

“Carmilla –agrega–, mi mamá está agonizando en un hospital. Tiene cáncer de matriz, con metástasis…”.

Miro al detective, y se limita a levantar los hombros.

“Entrevisté a la señora –me dice–, y cerré el caso… Me dijo parte por parte lo que me confesó Marina. Luego, entrevisté a las niñas, una de diecinueve años y la otra de quince… Y me confesaron que él abusaba de ellas desde que eran niñas… Y una de ellas me dijo que el cáncer de la mamá era un merecido castigo”.

Miro a Marina y le pregunto:

“Usted tampoco quería a su mamá, y en la entrevista dijo: ¡Maldita sea ella! Y bendito sea Denis Castro Bobadilla. ¿Por qué dijo eso?”.

“Porque el doctor Denis Castro fue quien me dijo que la Policía se iba a dar cuenta de que yo me había comunicado con mi padrastro, y que tenía tres opciones: Huir, porque me iban a acusar del crimen; llamar a la Policía y decirlo todo, o esperar a que los agentes de la DPI desenredaran el caso y llegaran hasta mí… Si confesaba y hacía que confesara mi madre, y mis hermanas, no me afectaría en nada. Solo recordá, Marina, me dijo el doctor Castro, que los policías no son tontos.

Por eso, le agradezco al doctor, aunque yo quise cometer un crimen… Si hay un Dios en el cielo, ojalá que me perdone. Ahora, solo quisiera volver a verla a ella, porque sigo enamorada…”.