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Santos Arzú: poética contemporánea en evolución


Artista entre siglos, el autor de “La alfombra” es uno de los grandes pintores hondureños, su maestría y universalidad lo definen a prueba de todo. Su obra explora el espíritu humano

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10.08.2013

Si se habla del arte contemporáneo en Honduras, la obra de Santos Arzú Quioto es tema de partida y de regreso.

Y el regreso implica caminar sobre la frontera de dos siglos cuyas décadas, la del fin del siglo XX y la del inicio del siglo XXI, están signadas, en nuestro caso, por esa deriva mental e ideológica de los noventa que hicieron que el arte hondureño, de aquella aventura estruendosa del realismo social, volviera a cierto estado de contemplación donde lo político se reinterpretó, pero no como la pieza única de la partida, sino como una de las piezas y de las jugadas; es así que surgen proyectos cuya esencia (que también es política) visita el imaginario del hombre hondureño desde el existencialismo, la antropología y lo etnográfico.

La mirada es diferente: a la representación pura se antepone lo conceptual, pero con formas de comunicación que rebasan la sola narrativa de interpretación de elementos de la tradición y que presta de la tecnología, de la vida industrial, de la transfigurada cotidianeidad invadida de nuevos objetos, o de otras disciplinas, unos aspectos formales que en definitiva proponen un arte diferente.

EL CONTENIDO.
Y cómo no pensar en la obra de Arzú Quioto en ese espacio temporal… en una pintura que ha dado muestras de diálogos definitivos respecto a su existencia y a la existencia del hombre.


Desde 1995 cuando el parte de aguas irrumpe y arrasa aquellos trabajos ligados directamente al arte figurativo en la trayectoria de Arzú Quioto (aunque después en su “Caronte” este dualismo, figuración, abstracción, rasgos lejanos aún en pugna, redefinen la exploración de la materia y sus formas) para comenzar un viaje que pasará por obras y exposiciones que son referencias obligatorias, tal como “Templo en ruinas” en 1995, “Memoria fragmentada” junto a Bayardo Blandino, “Puntos cardinales”, su obra “El Almario” en 1998.


Y desde luego, en la primera década de este siglo, uno debe volver la mirada al proceso de la obra de Arzú Quioto, su continua presencia al margen de los eventos y potenciando ese compromiso consigo mismo; esta observación sin duda es esencial pues define más que la acentuación de una disciplina profesional, la continuidad de la edificación del universo de este artista, sus preocupaciones y aspiraciones que sin duda tensan la consolidación de una obra siempre en evolución, donde se identifica la visita a la materialidad pictórica.

El uso de los formatos a gran escala, la indagación de la memoria y los conflictos que supone el olvido o los compromisos éticos de no olvidar; pues la pintura de Arzú Quioto está envestida de ciertos rituales creativos que dinamitan la historia para fragmentarla y representarla como relato efímero de un devenir más complejo que se niega a ser encapsulada en los legajos de lo que Gasset llamaba “el bárbaro especialista”, ese producto de la modernidad donde la especificidad que exige la ciencia y el conocimiento plantea en el devenir unos relatos trascendentales para unos y periféricos para otros.

Es así que de nuevo uno debe citar “Los errantes” (2007), “El espacio irreductible: exvotos” (2008), “El insectario” (2010) y su nuevo proyecto en desarrollo desde 2011 “Centrifuga: la gran batalla” o “La alfombra” (2013), proyectos que moldean la historia del arte hondureño, junto a otros tan escasos ejemplos en nuestro arte.

Su técnica, lejana del primario artificio y adosada a la destreza del hacedor auténtico que domina un lenguaje cuando lo reinventa y no cuando lo usa, la tentativa del experimento y la exploración de las posibilidades de la tradición que es llevada a un horizonte donde los diálogos son complejos y exigen ideas estéticas y concreciones plásticas reveladoras, son centros de tensión en la obra de Santos Arzú Quioto.

Esta indagación de soportes, formatos y materiales que acaban en textos pictóricos renovadores y reveladores que muchas veces son confundidos con meras instalaciones o intervenciones del espacio, en un sentido formal, sugieren espectros semióticos totalmente abiertos donde la obra ha dejado de ser “forma” por su sola verificación de soporte y argumentan un nuevo trato con los materiales y su hábitat en el espacio expositivo.

Yo me arriesgo a hablar de deriva del formato donde prevalece la naturaleza vital de la pintura y un diálogo con los elementos no convencionales. Carlos Lanza refiriéndose a un elemento de esta característica en la pintura de Arzú Quioto, en el caso específico de “Los errantes”, le ha llamado “pintura matérica” para acercarse a la edificación de la obra en sí misma e intentar leerla desde la modelización primaria del formato donde la materialidad se rebasa como soporte y donde, según Lanza, “la dimensión matérica de las texturas, sin deslindarse de su naturaleza bidimensional, presenta rasgos tan autónomos que la acercan a lo escultural”.

LA ESENCIA. Esta es una pintura que vuelve sobre sí misma, meta poética, y que explora el espíritu humano desde perspectivas que permanecen en el límite de las sensaciones y del intelecto.


Memoria social y memoria individual, el duelo entre el espejismo del artificio y la saga antropológica, la legalización de la culpa y del dolor humano y la determinación del perdón como debilidad, pero sobre todo la develación de esa lucha de la permanencia histórica y el tiempo cósmico, trazan y anuncian una significación que vaticina las visiones de los espíritus disidentes.

No solo en la grandeza de los formatos, sino en los trazos, en los jirones, en la trasposición de elementos que no se ocultan ni se mutilan, en las burbujas a punto explotar, en los saltos mortales de la desolación de eso que es un residuo del instante y no una representación abstracta, es donde yace cierta poética que nos permite visitar la memoria y la fragilidad de la permanencia y donde el espectador encuentra su razón.

Ahí donde la multiplicidad de elementos reinterpreta el barroquismo, y donde a pesar de su experimental hibridez hay ecos compositivos, anuencia por trocar y tocar el lenguaje antiguo con heridas nuevas y viceversa.


Y algo más, la pintura de Arzú Quioto no es ditirámbica, ni estruendosa ni caótica (aunque el caos la erija), es intimista, y aunque es heredera del más denso de los silencios y del más escéptico hermetismo, posee la virtud de la expresión de la voluntad de un artista que dignifica la evidencia de la vida humana ante la sola existencia o ante la norma social que ha dejado de ser armonía para volverse fantoche de la decadencia.

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