Un edén en la bananera

La primera visita de gozo era a la bananera urbe La Lima, donde las nítidas podas de árboles y patios y gramas, cercos y jardines impresionaban a montón

  • Actualizado: 22 de diciembre de 2025 a las 00:00

Finalizaba noviembre y mi padre ordenaba aceitar el auto, es decir el chequeo sistemático a que lo obligaban la Ford, o la Chevrolet, por el vehículo que usaba, o perdía garantías. Y tras la revisión quedaba lista la familia para emprender la aventura de fin de año (un premio colegial), fuera a Pulhapanzak, por entonces sorpresa con encantos de la naturaleza, con cascadas ciclópeas y azules ojos de agua, o a las inmensas (para los niños inacabables) playas atlánticas asperjadas con asteroideos (estrellas de mar con cuerpo aplanado de cinco brazos), cuando no, como en 1956, viajé a El Salvador, que fue como la exploración de Marco Polo a Oriente, Colón a América, Magallanes al sur: una locura de experimento (en esta vacación navideña hay que ver “Mosquito Coast”, película con Harrison Ford ambientada en La Ceiba (filmada en Belice) donde “it’s a experiment” deviene frase genial).

La primera visita de gozo era a la bananera urbe La Lima, donde las nítidas podas de árboles y patios y gramas, cercos y jardines impresionaban a montón. Obvio que había dos “Lima”, la proletaria, nada lúcida ni ordenada, más bien juguetosa y prostibularia, con 40 rockolas interpretando rancheras y boogie woogie a la vez (origen de la zona de hetairas en San Pedro Sula, “los buguies”), comedores de campeños (término que indiciaba al trabajador en campos de banano) y vendedores de guaro y gato de monte igual que jugadores de chivo manejados por cabos cantonales. Temblaban de verdor aquellas matas de banano y plátano erizadas sobre la plana costa, cual mar vegetal, en tanto las palmas del viajero y cipreses y algarrobos, las enormes ceibas y sanjuanes o guayacán, madera tan dura que se estilaba para hélices de yates y aviones, o por sencilla modestia los humildes limonarios y guayabales, mangos y aguacates, en fin la verdura tropical y eterna del planeta que en diciembre se conjuntaba para arrugarnos de placer el corazón.

No era extenso el comisariato, unos cincuenta metros rectangulares poblados con imaginación. Esas cajas coloridas, con pichinguitos amables, muñecas sonrientes, anunciaban galletas de espléndido sabor y exótico gusto; o las bubble gum, gomas de mascar que eran chicles a color bombásticamente inflables, los candy o confites de cien variedades con pulseras policromas y medallas de los Siete Halcones que venían en bolsas de avena. Entre todo, sin embargo, dos esplendores acrecían la emoción y que eran los cuadraditos de Cracker Jack (palomitas de maíz doradas con caramelo) que adicionalmente premiaban con medallitas, anillos o juguetes en cada cual de sus cajas, y los refrescos de cola, la masticosa root beer, que no sé cómo la soportábamos, y más allá, donde era muy difícil que la divina voluntad paterna consintiera, el ala comercial de los biciclos y triciclos, patines de cuatro ruedas, vagones y vagonetas Wagon Flyer, bendición de dios, sueño de amor si nos tocaba.

Faltaban los trenes eléctricos. Tuvimos uno, cuando hubo grata bonanza, de diez vagones y ocho metros de línea férrea que recorría sala y comedor accionado por electricidad y cuyo humo imaginario hacía súper deliciosa la bananina, que era una pulpa de banana y azúcar en lata, creado para que los niños accediéramos al paraíso.

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