A pocos días de la celebración de Navidad y con la mente inmersa en las vicisitudes del todavía inacabado proceso electoral, recibí un regalo anticipado de parte de mi hijo -de nombre homónimo-: “Papá, ¿no te parece que hay bastantes similitudes entre el dilatado conteo y las celebraciones familiares de estas fechas?”. Su ingenioso comentario nos arrancó una carcajada al unísono, que fue seguida de una calculada provocación de su parte: “¿Alcanzás a ver todos los detalles, verdad?”, me dijo, retándome socarronamente, sin saber que ya mi mente volaba identificando semejanzas (y diferencias). La planificación, complicada por vetos espontáneos (y a veces predecibles) de alguno de los convidados; las decisiones improvisadas y no-pocas-veces-cuestionadas o adversadas respecto de lugares, calendarios y “suministros”, que generan divisiones y resentimientos insalvables; los reclamos posteriores, porque algo no salió como se esperaba o preveía, y hasta los abandonos intempestivos del ágape de importantes miembros, quienes al final no salen en una foto por motivos peregrinos que se magnifican al calor de las emociones y, si hay la madurez del caso, se perdonan o no años después.
En la casa familiar de la que provengo se celebraba “almuerzo de Navidad” y no cena: el origen del peculiar banquete data de la confusión de unos queridos amigos escandinavos quienes, imaginándose que nosotros celebrábamos al mediodía, se pusieron sus mejores galas e intercambiaron regalos para sorprendernos a las doce del día, en pleno almuerzo. La situación se hizo más graciosa cuando se percataron de su error en la noche, ya vestidos para dormir: debieron conmemorar dos veces la ocasión y a mi madre le pareció práctico, a partir de entonces, cocinar temprano y salir de visita por la noche. Se ahorraba el cansancio...y lavar los platos sin ayuda. Desde entonces, adoptamos en casa paterna-materna la tradición, hasta que cada uno de los hijos formó su propio núcleo familiar. No habría problema: se almuerza allá
-con los suegros- y se come acá. Pero, ¿por qué hacer dos celebraciones, si solo hay una Navidad? Una parte debía ceder...y nunca ha sido la masculina: ¡adiós almuerzo de Navidad! Pero había una “salida de emergencia”: “el recalentado”, que por definición, ocurre el día siguiente...alrededor del mediodía.
Siempre se invita a otros al recalentado. Pero ¿dónde hacerlo (en la casa de quién)?, ¿quién viene?, ¿quién lleva qué?, ¿por qué no se hizo de esta u otra forma?, ¿van a invitar a fulano?, ¿y si no llega zutano?
El “recalentado” se hace, pero con la resaca y la sensibilidad a flor de piel, no son pocos los altercados: mi padre tuvo un malentendido con su hermano un 25 y nos retiramos en tropel sin haber llegado a las torrejas. Días después, ambos se disculparon y se perdonaron.
Porque en la Navidad (como en la política) siempre habrá reconciliación y reencuentro. Y si las elecciones llegaran a terminar en la víspera -o días después-, deberá ser con abrazos y en paz. Ese sería el mejor regalo para todos.