Tardé décadas en comprender el modo en que la música talla los gustos y preferencias del ser humano. Desde la canción de cuna en que amenazan coyotes, “duérmete mi niño”, a “la múcura está en el suelo” (y de que entonces ignoraba su picardía) mis años infantiles fueron lluvia melódica. En el céntrico barrio amanecía la ciudad danzando con notas musicales, según gusto de cada quien: los de agresivas rancheras (“tú, solo tú”, por Pedro Infante, o “Jalisco no te rajes” por Negrete) hasta bellezas líricas de José Mojica (“Solamente una vez”, de Agustín Lara), sin que aparecieran aún los corridos narcos del norte. Era un impacto emocional constante, residíamos bajo una impresionante cauda de sonidos pues la radio era masiva y se instalaba querida en los hogares.
Pero igual estaban los caribeños, con receptor a pleno volumen donde escuchábamos con los padres la transmisión vespertina de las novelas de CMQ de Cuba: “Kaliman” y “El derecho de nacer”, que con 314 capítulos envolvió a América en chorro lacrimógeno, así como conquistaban la audiencia cantantes rijosos en su época de oro: Benny Moré, Bienvenido Granda, Vicentico Valdés, Rolando Laserie, Toña La Negra antes y Celia Cruz después. La maravilla de San Pedro Sula era el quinteto de la radioemisora HRQ del coronel Guayo Galeano, el que interpretaba lo lúcido y lo pronto de los ritmos de la isla: danzón, conga, rumba, son, mambo, chachachá, salsa. De las 75 diversas cadencias de Latinoamérica la patria antillana inventó quizás la mitad.
El erudito escritor Alejo Carpentier fue músico, cual su paisano Guillermo Cabrera Infante y sus colegas argentinos Jorge Luis Borges, autor de tangos y milongas, y Julio Cortázar, culto jazzista. O yendo al septentrión, el mejor en ambas profesiones fue da Vinci (pintor, arquitecto, anatomista, botánico, músico, científico, ingeniero...) y en Alemania Hoffmann (“Cascanueces y el rey de los ratones”), que compuso obras vocales e instrumentales al grado de cambiar su nombre Wilhelm por Amadeus en honor a Mozart.
Anthony Burgess (“La naranja mecánica”) se duplicó en escritor y compositor, elaborando sinfonías, conciertos y sonatas. En cambio Dolly Parton (igual que David Bowie y Bruce Springsteen) viajaron al revés y mudaron una canción de ellos en libro para niños.
Escritor y melómano hondureño nacido entre música es hoy Víctor Ramos, director de la Academia de la Lengua, siendo su emblema Bob Dylan, pintor, dibujante, poeta de Estados Unidos que en los años sesenta lograba cimas de talento. Provocaba con las palabras, a las que luego quitó la música y transformó en poemas. Su primer sencillo “Like a Rolling Stone” fue elegido mejor canción de todos los tiempos por la revista Rolling Stone, habiendo alcanzado el segundo lugar en la lista estadounidense de las cien mejores del siglo. Desde rock primario, blues y temática profunda religiosa (“Slow Train Coming”, 1970) y pop, todos de contracultura, a folk, country, góspel, músicas
inglesa, escocesa e irlandesa, pasando por jazz y swing,
su genio moderno es solo y excepcional. Uno de sus libros más conocidos es “Filosofía
de la canción moderna”. En octubre de 2016 la Academia le otorgó el Nobel de Literatura por sus “nuevas expresiones poéticas”. Caso único.