La paz que no cabe en el discurso socialista

Machado representa el regreso de la palabra libertad, el gesto de decir NO en un idioma que el Estado creía haber confiscado

  • Actualizado: 13 de octubre de 2025 a las 00:00

¿Por qué una mujer? ¿Por qué América Latina? ¿Por qué Venezuela? ¿Por qué el Premio Nobel de la Paz? Porque en los tiempos en que los tiranos se disfrazan de demócratas y los pueblos aprenden a sobrevivir del silencio, la voz que se alza con dignidad suele tener rostro de mujer. Porque América Latina -esta tierra de utopías mutiladas- sigue pariendo rebeldes entre el hambre y la esperanza. Porque Venezuela se ha convertido en el reflejo más brutal de lo que ocurre cuando el poder confunde patria con propiedad. Y porque el Premio Nobel de la Paz, al caer sobre María Corina Machado, no consagra una victoria, sino que denuncia una herida: la herida de un continente que aún llama paz a la costumbre de soportar la injusticia.

La distorsión venezolana es feroz. Un país que alguna vez soñó con el petróleo como redención, ahora se hunde en la paradoja de la abundancia vacía. Las riquezas no alumbran hospitales ni escuelas, sino los bolsillos de una aristocracia militar y socialistas apátridas que ha aprendido a perpetuar el hambre como método de control. El gobierno que se autoproclama “del pueblo” ha convertido a ese pueblo en una multitud indigente, obligada a sobrevivir en la sombra de su propio país. Maduro transformó su revolución en un ministerio del cinismo, donde el socialismo se usa como disfraz de la desigualdad y la paz es solo un trámite para las cámaras internacionales.

Por eso, el Nobel concedido a Machado -esa mujer terca, vilipendiada, exiliada en su propio suelo- es más que un premio. Es una declaración política y moral, un espejo que Europa sostiene frente al Caribe para recordarle que la democracia no se mide por discursos, sino por el derecho a disentir sin miedo.

La figura de Machado, con su rostro que no encaja en el retrato oficial del “enemigo”, ha trastocado el guion de la dictadura: una mujer que no dispara, pero resiste; que no gobierna, pero incomoda; que no tiene ejército, pero desafía al miedo. Y eso es exactamente lo que aterra al poder. Porque en un país acostumbrado al uniforme, el verdadero peligro es la civilidad.

Machado representa el regreso de la palabra libertad, el gesto de decir NO en un idioma que el Estado creía haber confiscado.

Este Nobel también es un espejo incómodo para América Latina: una región que aplaude dictadores de izquierda con el mismo fervor con que denuncia dictadores de derecha. Una región que aún no ha comprendido que la libertad no tiene ideología, que el hambre no distingue colores partidarios, que los muertos del pueblo no votan por ningún dios político. El premio a Machado desnuda esa hipocresía continental: el progresismo que calla ante la tortura, la derecha que comercia con el sufrimiento, la izquierda que justifica el miedo. Todos cómplices del mismo silencio.

Alfred Nobel escribió que la paz debía premiar a quienes lucharan “por la fraternidad de los pueblos”. En Venezuela, esa fraternidad se mide hoy en filas de migrantes que cruzan selvas, en madres que venden todo para alimentar a sus hijos, en jóvenes que mueren por una bala y no por un ideal. El Nobel a Machado no redime esa tragedia, pero la nombra. Y nombrar el horror es el primer paso para desarmarlo.

La dictadura seguirá fingiendo serenidad, posando para los reflectores del cinismo. Dirán que no les importa. Pero lo saben: en un continente donde los dictadores envejecen aferrados al poder, una mujer con una palabra firme y templada por la libertad es más peligrosa que una jauría de asalariados ideológicos.

La paz, en este contexto, no es un diploma. Es una afrenta. Una herida abierta en el teatro absurdo del despotismo. Y quizás por eso -precisamente por eso- el Nobel no ha premiado a una política, sino a un recordatorio: que, en América Latina, aún hay mujeres que eligen hablar cuando todo el país ha aprendido a callar.

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