En los últimos años, el tejido social de Honduras ha colapsado, hasta el punto en que nos hemos olvidado del verdadero propósito del servicio. Producto de la degradación social actual, en muchos casos, no se busca servir, sino ser importante.
Este fenómeno, que no es exclusivo de un país o región, se manifiesta con especial crudeza en Honduras, donde el éxito a menudo se mide no por el impacto positivo que dejamos en los demás, sino por la capacidad de “joder” al prójimo.
Es una mentalidad que no solo erosiona la confianza en las instituciones, sino que también perpetúa un ciclo de mediocridad que se repite o se repetirá de generación en generación.
En teoría, los cargos de servicios públicos y privados deberían estar ocupados por personas comprometidas con el bienestar colectivo. Sin embargo, en la práctica, vemos cómo muchos llegan a estos puestos gubernamentales con una mentalidad de superioridad, buscando beneficios personales y olvidando su rol principal de servir.
En lugar de construir, se dedican a destruir; en lugar de hacer, no hacen y no dejan hacer. En Honduras, esta actitud se ha incrustado en el tejido social hasta llegar al punto en que el triunfo no se mide por el mérito, sino por la capacidad de atrofiar al otro.
Desde los líderes de las estructuras políticas hasta los puestos más inferiores en la cadena de mando, el objetivo parece ser el mismo: acumular privilegios, amasar poder y reconocimiento, sin importar a quién se afecta en el proceso.
¿Sin embargo, ¿hasta qué punto es sostenible esta mentalidad? ¿Qué herencia le estamos dejando a nuestras generaciones venideras? Es importante recordar que el poder no es permanente y la historia lo ha probado repetidamente.
El Muro de Berlín, emblema de represión y separación, se derrumbó cuando parecía inquebrantable. Los imperios más grandes han colapsado y los líderes más poderosos han sido olvidados.
En el ámbito laboral, los puestos son permanentes pero las personas no. Nadie es indispensable, y el tiempo siempre pone a cada uno en su lugar.
Aquellos que hoy se sienten intocables, mañana podrían ser reemplazados por alguien más. Entonces, ¿por qué no aprovechar el tiempo que tenemos para servir con integridad y dejar una huella positiva?
En Honduras, esta reflexión es más urgente que nunca. Es necesario un cambio de perspectiva, que nos impulse a priorizar el servicio sobre el ego.
Esto no implica abandonar nuestras metas personales, sino comprender que el éxito autentico se logra cuando generamos un impacto positivo en los demás. No hay nada de malo en querer ser relevante, pero serlo sin contribuir carece de sentido.
El reconocimiento que en realidad cuenta no proviene de los aplausos, sino del respeto y gratitud de aquellos a quienes hemos apoyado. La responsabilidad recae en nosotros.
Como sociedad debemos exigir más de quienes nos gobiernan, pero también debemos ser modelos de servicio en nuestra propia existencia. Ya sea en una oficina pública o en cualquier otro espacio de trabajo, todos poseemos la capacidad de dejar una huella significativa.
El cambio comienza cuando dejamos de competir por ser los más importantes y empezamos a colaborar para construir un futuro mejor. En la última instancia, el poder es efímero, pero el impacto que dejamos en los demás puede ser eterno.
Que no se nos olvide: los muros caen, los imperios se desmoronan y las personas pasan. Lo único que permanece es el legado que dejamos. ¿Qué tipo de legado queremos construir? La repuesta está en nuestras manos.