La nueva ilusión alfabetizadora en Honduras

  • Actualizado: 19 de noviembre de 2025 a las 10:51

A Honduras se le pide creer en un milagro. En apenas dos años, la administración Castro afirma haber “derrotado” el analfabetismo—reduciéndolo por debajo del 4% y declarando departamentos enteros “libres de analfabetismo”. El supuesto logro se atribuye a un programa intensivo diseñado en Cuba e implementado por más de un centenar de asesores cubanos que hoy ejercen una influencia desproporcionada dentro de la Secretaría de Educación. Y, como suele ocurrir en los proyectos ideológicos, el mensaje se transmite con la seguridad de quien pretende cerrar cualquier espacio para el escrutinio.

La historia advierte lo que sucede cuando sistemas autoritarios prometen milagros sociales. Cuba perfeccionó este guion hace más de medio siglo.

A inicios de los años sesenta, Fidel Castro lanzó lo que se convirtió en una de las campañas más mitificadas de su régimen: la “gran cruzada de alfabetización”. El mundo oyó que la revolución había transformado un país de campesinos analfabetos en una sociedad moderna en un solo año. Pero los hechos—fácilmente comprobables en los registros de la UNESCO—desmienten la leyenda.

Antes de la revolución, Cuba ya poseía una de las tasas de alfabetización más altas de América Latina. Datos de la ONU y la UNESCO de los años cincuenta colocan la alfabetización cubana entre 76 y 80 por ciento, comparable con Chile y Costa Rica. Un informe de la UNESCO Courier de 1958 registró un analfabetismo femenino de 20% y masculino de 24%, cifras muy superiores al promedio regional. En otras palabras, Castro heredó una población relativamente educada.

El supuesto “milagro” revolucionario consistió, en buena medida, en reempaquetar una mejora modesta como un salto civilizatorio—mientras se reducía el estándar de lo que contaba como alfabetización. En Cuba, la simple capacidad de firmar un nombre llegó a considerarse prueba de instrucción.

Esa misma dinámica se repite ahora en Honduras.

El gobierno de Castro en Tegucigalpa, bajo orientación cubana, ha adoptado el mismo método “Yo, sí puedo” que La Habana exporta al mundo en desarrollo. Evaluaciones independientes—especialmente en Bolivia—demuestran que muchos graduados del programa “aprendieron poco más que a escribir su nombre”. Copian palabras sencillas, recitan sílabas, pero rara vez alcanzan la alfabetización funcional: leer con comprensión, escribir con autonomía, o manejar textos básicos de la vida cotidiana.

Aun así, los gobiernos que emplean este modelo cubano suelen declarar alfabetizadas a cientos de miles de personas y celebrar un triunfo político.

En Honduras, el patrón es evidente. Antes de esta administración, las encuestas oficiales y los datos de la UNESCO ya situaban la alfabetización adulta en los altos ochenta por ciento—con desigualdades rurales, sí, pero lejos del estado catastrófico descrito por el discurso oficial. Sin embargo, hoy se anuncian avances “históricos” basados en intervenciones que a veces duran apenas tres meses.

Cuando la alfabetización se define como saber firmar un nombre o repetir una sílaba, las cifras inevitablemente mejoran. Y con asesores cubanos incrustados en toda la estructura educativa, los incentivos favorecen producir estadísticas vistosas, no capital humano real.

Esto resulta aún más preocupante porque Honduras ya contaba con programas locales eficaces y respetados—PRALEVA, Maestro en Casa, entre otros—creados por educadores hondureños y adaptados a las realidades del país. Esas iniciativas priorizaban la comprensión, la constancia y el pensamiento crítico. Producían lectores genuinos.

Fueron desplazadas.

En su lugar, Honduras recibe una escenografía de progreso: cifras infladas, ceremonias de graduación y proclamaciones de victoria que se derrumban cuando un periodista pide a los habitantes de un municipio “libre de analfabetismo” que lean una oración sencilla.

La tragedia no es la teatralidad política; es el potencial humano desperdiciado. Un país no puede simular su camino hacia el desarrollo. La alfabetización es la base de la ciudadanía, del trabajo y de la dignidad. Cuando un gobierno reemplaza los estándares por la ideología, daña precisamente a quienes más dependen de la educación como camino hacia adelante.

Honduras merece más que otra revolución importada de ilusiones. Merece la verdad—y un sistema educativo anclado en el aprendizaje, no en la mitología.

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