El Museo Thyssen-Bornemisza, institución famosa de Madrid, inició hace décadas un proceso de reversión hasta entonces rara vez contemplado en tal categoría de organizaciones culturales: reinventarse, escudriñar su biografía, reconocer sus históricas fallas y retornar al mundo con transparencia, honestidad y humildad. En 1974 sus curadores y analistas sometieron las colecciones de arte a la luz de recientes aportaciones de los estudios culturales, los que en varia forma obligaron a tensionar la usual mirada eurocéntrica del museo, obligándolo a abrir su perspectiva más allá de lo tradicional.
Encontraron entonces que lo que estaban exhibiendo eran cuadros y pinturas contentivos de prejuicios étnicos, raciales, políticos, religiosos y sociales. Que el negrito bello, bien trajeado en el óleo “Vista del Paseo del Prado”, de Jan Van Kessel (1686), ejemplo, no era sino muestra de la esclavitud con que España sometía a los africanos en su propio lar, mansiones, residencias y castillos de la aristocracia y arrogante burguesía. El criadito moreno era representación de un sistema de explotación discriminatoria que pocos veían y que había que develar, explorar, llevar a término.
Había que resignificar tales contenidos plásticos detectando de ellos lo no advertido por las interpretaciones formalistas de los críticos, o por sus prejuicios ideológicos ajenos a la realidad acontecida siglos antes en el entorno colonial (Filipinas, África, América), o sea las taras de explotación, extractivismo, apropiación de bienes y, más profundo, la construcción racial e imperial del otro o subordinado (americano, africano), al que se asigna como natural pereza, vagancia o un erotismo posible o sólo imaginado por la lujuria propia y prejuicios místicos del colonizador dominante (“las negras son calientes”) y tras eso abrir allí una perspectiva decolonial fructífera capaz de mostrar dónde se oculta y disimula la concreta historia y bajo qué signos yace la verdad.
Dígase que en Latinoamérica somos bastante conscientes de tales engaños y eufemismos y que más o menos nos damos cuenta de que cuando utilizamos los adjetivos negrito, moreno, disimulamos prejuicios indulgentes a la colonialidad, o que al decir aborigen en vez de india, pueblos nativos u originarios en vez de etnias, establecemos distinciones éticas conscientes, lo cual es culturalmente positivo y progresista.
Pero igual tenemos que aprender a manejarnos con delicadezas cuando afirmamos que Juana es mujer “de” Carlos, como si fuera posesión material (en Colombia aún llaman “mi señor” al esposo); entender y aceptar que se le haya quitado la pluma de la cabeza a Lempira en el billete de uno, pues al parecer los indígenas de lo que es hoy Latinoamérica no la usaban como muestra de autoridad (los sioux sí): que raza ya no se emplea para significar humanos pues las investigaciones sobre el genoma probaron que no existe tal tipo de inferencia genética, y que etnia está pasando al olvido, o que se puede ser ateo, o sólo creer en dios y no en iglesias sin ser comunista, como se consideraba hasta la década de 1990.
Finezas de la cultura en que estamos inmersos pero a las que no siempre administramos