La comparación es vergonzosa: el año pasado, para las elecciones generales, India registró 900 millones de electores; al final votaron 642 millones. Con tanta gente, por logística, personal y observadores, los comicios fueron en siete fases durante 44 días. El recuento de votos se hizo el 4 de junio y esa misma noche se conoció el resultado. Nosotros con dos semanas en esta incertidumbre peligrosa, mientras arreglan trampas, vicios y fraudes.
Lo peor que le ha pasado a nuestro maltratado país es que se ha normalizado el fraude. Es tan frecuente que alguna gente resignada ya ni se molesta; solo sirve para discusiones estériles en las redes sociales y en los chats, quizás convencida de que los reclamos no cambian nada, en un conformismo fatal. Los fraudulentos aprovechan esto para atacar y criminalizar al que protesta.
Llevamos décadas acumulando desconfianzas y cultivando envenenadas confrontaciones entre quienes condenan el bandidaje y el fraude electoral -que se repite como una espantosa liturgia- y quienes prefieren cerrar los ojos y creer que todo marcha más o menos bien, esos que, en su defensa emocional, se aferran a la idea falsaria de que, a pesar de sus vicios y desencantos, la democracia funciona.
Los hacedores del fraude llevan muchos años de práctica y especialización, y con un casi pleno control mediático y redes ya no tienen que ocultarlo ni les importa que se note. Les basta con negarlo y que una legión de voceros y “analistas” embusteros lo replique incansablemente; y, aunque parezca mentira y a pesar de las evidencias, una parte de la población lo cree, aunque sea por cansancio.
Sus argumentos falaces son repetitivos y archiconocidos: a quienes denuncian la manipulación y la inflación de las actas, los acusan, rabiosos, de ser malos perdedores; a quienes exigen recuento de votos y transparencia los señalan, coléricos, como buscadores de conflicto y caos. En una retorcida lógica, estos timadores hablan de democracia, honestidad y corrupción como si no los conociéramos.
Somos noticia en todo el planeta, estamos hasta en la prensa de países lejanos e insospechados, y no es un elogio. Aunque aquí se banalice el fraude y se privilegien los malhechores, desde las sociedades avanzadas nos miran perplejos y maquinales retoman la definición peyorativa de “República bananera” con la que el escritor estadounidense O. Henry motejó a Honduras en 1904, por considerarla inestable, pobre y corrupta. Eso, señores empresarios y comerciantes, sí ahuyenta la inversión.
Quizás el problema ya dejó ser el fraude en sí; es algo peor, más doloroso y arriesgado: la convicción colectiva de aceptarlo, de que -ni modo- así es nuestra nación de tercera. Los corruptos, muertos de la risa. Robarse las elecciones ya no afecta al país expoliado: es como una raya más para un tigre