Por: Muhammad Ibrahim, candidato a director general del IICA (2026–2030)
Cuando hablamos de agricultura en las Américas hablamos de miles de historias que se entrelazan. Es la familia caribeña que cultiva hortalizas para abastecer a su comunidad, aun frente a la dependencia de importaciones. Es el pequeño productor de Centroamérica que, con café o cacao, asegura el ingreso familiar y preserva una tradición. Es el agricultor del Cono Sur que integra cultivos, ganadería y bosques para recuperar suelos. Es el productor de América del Norte que invierte en tecnología de punta para generar alimentos, fibras y bioenergías. Son realidades distintas, unidas por un hilo común: sin agricultores fuertes, no hay seguridad alimentaria ni prosperidad. El mundo tendrá unos 10,000 millones de habitantes en 2050, lo que exige un salto consistente en la oferta de alimentos. El aumento proyectado ronda la mitad del volumen productivo actual.Esto dimensiona la responsabilidad de las Américas, un continente que, al mismo tiempo, sostiene grandes exportaciones y alberga mercados que aún dependen de importaciones, y está tejido por un mosaico de agricultores familiares que sostienen mercados locales y la vida de las comunidades.
La diversidad es una fortaleza, pero también evidencia desafíos. Conviven cadenas mecanizadas que abastecen el comercio internacional y territorios que aún carecen de crédito, asistencia técnica, infraestructura y acceso a mercados. Se suma un dato insoslayable: alrededor del 30% de las áreas agrícolas de la región están degradadas. La respuesta no está en abrir nuevas fronteras agrícolas, sino en recuperar tierras existentes e intensificar la producción con inteligencia y tecnología.
La recuperación de suelos es una tarea concreta, con prácticas conocidas y medibles. La rotación de cultivos rompe ciclos de plagas y enfermedades, mejora la estructura del suelo y estabiliza la productividad.
La siembra directa reduce la erosión, mantiene la cobertura y favorece la infiltración de agua y la actividad biológica. Los abonos verdes con leguminosas devuelven nutrientes y reducen costos. Los bioinsumos y el manejo biológico sustituyen, en parte, a los agroquímicos tradicionales. El encalado y la aplicación de yeso agrícola corrigen la acidez y mejoran la disponibilidad de nutrientes. Y la integración agrícola-ganadera-forestal acelera la recuperación de áreas, diversifica los ingresos y optimiza el uso del espacio y del tiempo.
Estas soluciones ya están en el campo: siembra directa y rotaciones amplias en Argentina y Brasil; cooperativas de café y cacao en Centroamérica con sombreo planificado; huertos, sistemas protegidos y compras locales en el Caribe para ampliar la oferta; integración productiva en el Cono Sur; y agricultura de precisión y bioenergía a escala en América del Norte. La clave es escalar y adaptar lo que funciona a las condiciones de cada territorio.
En el corazón de esta estrategia está la agricultura familiar. Millones de pequeñas y medianas explotaciones ponen alimentos frescos en la mesa, mantienen el ingreso en el territorio y preservan paisajes culturales. Fortalecerlas es imprescindible: crédito diferenciado y previsible; asistencia técnica presente en el terreno; cooperativismo para escalar compras, ventas y servicios. La agroindustria familiar agrega valor e inclusión de mujeres y jóvenes en la toma de decisiones. Cuando la base productiva prospera, toda la sociedad gana en seguridad alimentaria, ingresos y cohesión social.
También es esencial recordar que la agricultura en las Américas es más que alimentos: produce fibras para la industria textil, madera y celulosa para múltiples sectores, además de bioenergía a gran escala, con destaque para el etanol de caña y de maíz. Esta dimensión multiproductiva es un motor de innovación, empleo y divisas. Invertir en el campo es invertir en la prosperidad del continente.
El puente entre la ambición y el resultado se llama innovación. Está en las plataformas digitales que apoyan el manejo, en el uso de sensores para dosificar insumos con precisión, en la biotecnología de semillas más productivas y en los sistemas integrados que unen agricultura, ganadería y bosques. También está en los arreglos institucionales: cooperativas fuertes, alianzas público-privadas, redes de extensión que aprenden del productor y devuelven conocimiento útil, e instrumentos de crédito que premien ganancias de productividad sostenidas en el tiempo. Las buenas prácticas existen; la tarea ahora es escalarlas e integrarlas.
El Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) desempeña un papel insustituible: es el lugar donde todos se encuentran —gobiernos, productores, investigadores y sector privado y es el puente que transforma experiencias exitosas en políticas públicas, lleva soluciones tecnológicas al campo y moviliza cooperación técnica para acelerar lo que funciona.
La misión del IICA es transformar la diversidad de las Américas en complementariedad. El desafío es grande, pero el rumbo es claro. Es hora de responder combinando recuperación de suelos, intensificación inteligente, agricultura familiar fuerte, reducción de pérdidas e innovación, desde el campo hasta la logística. Hablar de seguridad alimentaria y de prosperidad es hablar de nuestras raíces, de nuestras bases.
Con los agricultores en el centro y la cooperación adecuada, el continente estará a la altura de lo que el mundo espera y de lo que la sociedad merece.