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Cuenta mi madre -y yo apenas me acuerdo- que cuando aprendí a leer, no había texto que escapara de mi habilidad recientemente adquirida

  • Actualizado: 06 de junio de 2025 a las 00:00

Cuenta mi madre -y yo apenas me acuerdo- que cuando aprendí a leer, no había texto que escapara de mi habilidad recientemente adquirida. Leía las grandes planas de los periódicos de la época, sus revistas de salón, las cajas de medicamentos y sus prospectos, las historietas animadas que atesoraba mi hermano mayor. Y lo hacía en voz alta, lo que al principio enorgullecía a ella y mi padre, pero luego les incomodaba porque lo hacía sin parar, ante ellos y más ante gente extraña. En vez de obligarme al silencio, me recomendaron con amor que leyera “en voz baja”, por lo que era común escucharme murmurando, como si se tratara de un gato que ronronea.Mi papá me recordó un día que, de todas mis lecturas espontáneas, la más frecuente -y que yo más disfrutaba- era la de los rótulos que poblaban las calles de la ciudad. Las rutas de los autobuses, los nombres de los negocios, las pintadas en las paredes, los anuncios publicitarios. Nada quedaba sin silabear y a veces deletrear. ¿Y por qué yo lo disfrutaba tanto? Porque entonces yo podía preguntarle a mi admirado vademécum siempre que no entendía una palabra, oportunidad que él no desperdiciaba para desplegar su profundo saber lexicográfico que le afamaba como “diccionario andante” y le hacía invencible en el “scrabble” y al llenar crucigramas. Esa complicidad que teníamos en el gusto por las palabras (lexicofilia) y luego por la semántica, nos hizo escritores a ambos y, con el paso de los años, es una herencia que comparto también con mi hijo mayor, su nieto.Hoy, ante una valla publicitaria, reparé en lo mucho que han cambiado en relación con aquellas que acrecieron mi competencia lectora. De sólido soporte, son muy diferentes a aquellas sencillas y precarias, que soportaban los embates de los vientos de fin de año. Antes artesanales y pintadas a mano, ahora son impresas con máquinas que regalan fieles imágenes de lo que anuncian e incorporan un código QR (“Quick Response” o de respuesta rápida), identificables por dispositivos electrónicos, capaces de guiarnos a una página web que detalla más información que la que ofrece el rótulo. Así como en el pasado no había una que no mostrara ufana su sitio en internet, correo electrónico y, más recientemente, su presencia en redes sociales, no ha mucho que desaparecieron las que innovaban con un número de fax, “superior” al contacto telefónico. Eran ocho dígitos, que dejaron atrás los siete y seis (que yo también leí) gracias a la expansión de la cobertura telefónica, que alguna vez no pasó de un par de decenas de usuarios y entrañables “operadoras de centralita”. Y esos números de teléfono también se agregaban en los rótulos.Hace varios meses, mientras me acompañaba en el carro, mi hijo veinteañero leyó en voz alta lo que decía un rótulo en la calle y me sonreí con nostalgia cuando lo hizo. Él había descubierto un notorio error ortográfico en su texto y me preguntó si ya me había fijado. “Sí”, le dije. “Y no creo que sea el último que leeremos”, sentencié, mientras disfrutaba el improbable regalo de aquel instante.

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