Mis experiencias en política han estado más orientadas a los movimientos sociales. Primero en el movimiento estudiantil de secundaria y luego en el movimiento sindical. Con el reformismo militar iniciado con el golpe de Estado de Oswaldo López Arellano (1972), se abrió un espacio en la educación nacional, de tal suerte que las exigencias en ese campo tuvieron mucha receptividad oficial. Se impulsó la oficialización de los institutos de secundaria, se amplió el monto y número de becas en las escuelas normales e institutos técnicos y se abrieron institutos nocturnos financiados por el Estado. En ese momento asistimos a una reforma educativa con un gran impacto en la cobertura de la enseñanza.
Estuve en la dirección del Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras y a pesar de las duras condiciones políticas del momento, logramos avanzar en la negociación colectiva y, en general, en la defensa de los derechos de los trabajadores.
En ambos casos entendí que las organizaciones gremiales no se constituían para la toma del poder, su tarea estaba limitada a las reivindicaciones económicas y sociales. Una tarea reivindicativa exitosa depende mucho de la capacidad de diálogo.
Una regla de oro en la conducción de los gremios era mantener al sindicato y otras formas de organización social bajo el principio de independencia del Estado, de la patronal y de los partidos políticos.
En aquel tiempo existían en el país organizaciones político-partidarias con signos ideológicos, bases programáticas y organizativas de nuevo y viejo estilo. Desde luego, la izquierda siempre actuaba con desventaja dado los limitados recursos disponibles y por carecer de la institucionalidad que facilitara una competencia en igualdad de condiciones. Con frecuencia su dirigencia y base eran víctimas de actos represivos y nunca lograron el reconocimiento estatal. Actuaban en la clandestinidad. Los partidos de izquierda educaban mucho a su militancia en el sentido que las minorías se someten a las mayorías.
El pueblo nunca abandonó la lucha, pero cuando se tuvo los mejores resultados fue cuando esa lucha se dio guiados por un método y unos objetivos que correspondieran con su fuerza, adoptando formas de lucha y reglas de comunicación que expresaran el verdadero estado de ánimo de la población. El descontento era bueno para empujar la lucha, pero no funcionaba para negociar.
Ningún tema debería ser ajeno a la política, pero debe abordarse con razón científica, no con pasión. La política de odio, sin importar su origen, conduce a la violencia y la división de toda la sociedad.
El actual proceso electoral está marcado por la polarización y las descalificaciones. Las organizaciones políticas parecen más preocupadas por asegurarse el poder que por resolver los problemas del país. Esto se refleja en la percepción de que unas elecciones solo serán justas si el resultado apunta a hacer favorable para ciertos grupos, mientras que, en caso contrario, la respuesta ya empezó con el revolico.
Creando chivos expiatorios, el odio forma identidades grupales que hacen creer que una minoría puede superar a las mayorías.