Septiembre es un buen momento para hablar del español de Honduras. Esta lengua que compartimos con casi un continente y que habita estas tierras desde hace quinientos años y un poco más. Esa misma que llegó como invasora y siendo otra, pero a la vez esta misma con la que hoy hablamos y con la que hoy escribo.
Primero fue la lengua de los conquistadores y una lengua acaso obligada y extraña para los nativos de aquella Honduras que aún no lo era. Una lengua que traía consigo un mundo y un Dios. Fue luego una lengua de conveniencias, pero no por ello menos imperial. Poco a poco, con las décadas y las generaciones, ya no era solamente la lengua de los conquistadores, sino también de los conquistados.
Era una lengua que florecía distinta en la boca de los nativos. Tenía una música propia, jamás escuchada en español. Había también palabras y significados nuevos, para ese entonces la lengua era tan nuestra como la tierra misma y no lo sabíamos. No era más un producto importado, sino un agente vivo entre nosotros.Pero la historia de esa música jamás escuchada en español y de esas palabras y significados nuevos es, diría, una historia de marginación. Una historia que ha tenido que ver con lo que oficialmente se ha conocido como “lo otro” o “los otros”.
Porque esa música que los lingüistas, rudimentariamente, llamamos acento y esas palabras, que enriquecen y vivifican a las lenguas, estaban bien cuando eran una muestra exótica. Imagínese usted, ¡qué barbaridad! Pero fuera de ese contexto fueron siempre relacionadas a la falta de educación, a la pobreza y, en general, a cualquier tipo de marginalidad. Ese español nuestro era, entonces, una marca de segregación.
Cualquiera pensaría que al grito de la independencia, en español por supuesto, no habría más marginación, pero no fue así. Los patrones eran los mismos. Y resultó que los que hablaban español para no ser discriminados por hablar en una lengua indígena, eran discriminados también porque su español no era el que la sociolingüística llama el de prestigio. Los no lingüistas son menos delicados para describirlo. Y así, el «statu quo» se ha mantenido por siglos.
Más tarde han venido, esporádicamente (muy esporádicamente), las reivindicaciones. Algunas a través de la literatura, algunas otras a través de la academia y otras a través de la claridad de pensamiento de algunos y algunas hondureñas ilustres.
El español de Honduras, especialmente ese rural y menos formal, ha sido históricamente caricaturizado y mal dibujado con fines cómicos. En otras palabras, nos hemos reído de él. ¿Lo peor? La mayoría de estas comedias no tienen ninguna profundidad. ¿Acaso es ese el lugar que queremos que ocupe el español de Honduras? ¿Un lugar accesorio y de espectáculo? Mientras el resto pretende que habla un español estándar e incluso un imposible español neutro.
Las escuelas han jugado un papel protagónico en la reproducción de estas ideas. Algunas formas del español de Honduras solo tienen cabida en los actos cívicos, cuando aparecen en las canciones folclóricas y en las bombas, pero son reprendidas, reprimidas y excluidas en los salones de clases, donde solo cabe la norma, que no es más que otra forma de colonialismo.
Este septiembre patrio tiene la intención de reivindicar esta forma del español que nos pertenece y que en lugar de separarnos, debería unirnos.