Hay quien piensa como un infortunio que las elecciones en Honduras toquen a finales de noviembre, porque cada cuatro años arruina las Navidades. No debería de ser así, pero el odio irascible entre los políticos contagia a una sociedad rota, manipulada por la desinformación y arrastrada al desasosiego y a las malas vibras, sólo por la avaricia de unos cuantos.
Estamos claros -o deberíamos Estarlo en que la política es, hasta ahora, el arquetipo funcional que crearon los humanos para vivir juntos, con el ideal de debatir y decidir los asuntos públicos en base al interés de todos. Bueno, eso en una democracia sana, y no en este incontrolable avispero donde esos cuantos y sus secuaces han manejado por décadas el poder para beneficiarse con indignante impunidad.
Casi desde su fundación, el Estado hondureño fue forzado a someterse a capitalistas locales, a compañías extranjeras, mezclados con conveniencias religiosas, que nos han arrastrado despiadados a una de las pobrezas más punzantes y persistentes de América Latina: al subdesarrollo total, integral, no sólo económico, también intelectual.
Basta con leer un poco de Historia para saberlo, y si el azar le permite una vueltita por los países de la región, da una cosita por dentro ver cómo se desarrollaron mucho más que nosotros; no digamos si la vida se pone atenta y lo pasea por calles de Europa, o si la suerte lo lleva hasta China a ver el futuro. Entonces uno se entera que llevamos siglos de atraso, y es inevitable la maledicencia contra esos bárbaros que nos han hundido tanto y, lo peor, que insisten en controlar el poder.
Se nota muchísimo en el Congreso Nacional: un pandemonio. Debería representarnos a todos; sin embargo, a muchos diputados -con atrevido descaro y efusiva agresividad- no les importa violar las leyes para defender a quienes financian sus prósperas vidas y costosas campañas: comerciantes, empresarios, criminales y alguna embajada. Es fácil identificarlos: son los más ofensivos, pendencieros, bulliciosos y mediáticos.
Es verdad que hay buenos diputados, pero si los contamos con las manos, nos sobran dedos. Estos congresistas malandrines del bipartidismo tradicional -los conocemos y cargamos desde los nefastos gobiernos anteriores- se confunden con otros y otras de reducidos partiditos, y entre gritos, rabietas e insufrible ignorancia, mantienen el caos y la anarquía queriendo controlar el Congreso.
Bajo su inocultable y desesperada ambición de poder, y sus peligrosos compromisos, presionan a los órganos electorales -CNE y TJE- para que cometan repetidos delitos, fraudes, boicots, trampas, artimañas e intrigas que destruyen la credibilidad en las instituciones y generan una sensación de incertidumbre y desasosiego.
Las elecciones deberían ser como una fiesta cívica, pero con estos tipos no se puede. Y para colmo, también se roban el espíritu navideño y el ambiente festivo. Son peores que el Grinch.