En Honduras, la política se ha convertido en un campo minado donde la muerte camina con naturalidad, disfrazada de discurso ideológico o de odio partidario. Hoy, condenamos con firmeza el plan criminal contra el expresidente Manuel Zelaya. Ningún ser humano merece que su vida se reduzca a la nada por lo que piensa o por la facción a la que pertenece. La violencia contra Zelaya es inaceptable y la exigencia de respeto a su vida es inaplazable.
Con la misma voz con que se condena el plan contra Zelaya, debemos condenar la masacre sistemática de transportistas, asesinados uno a uno bajo el manto de la indiferencia oficial. Debemos levantar la voz por miles de mujeres que han sido victimizadas por ser mujeres, perseguidas en su dignidad y convertidas en estadísticas de feminicidio. Debemos gritar por los jóvenes ejecutados en las calles, tratados como sobras de un sistema que los considera desechables. Porque respetar la vida no puede ser selectivo: se respeta toda vida, o no se respeta ninguna.Y si hablamos de impunidad, Honduras ofrece un catálogo completo del horror:
Los ambientalistas, perseguidos, hostigados y asesinados por enfrentarse al saqueo de los ríos, montañas y territorios. Nombres como el de Juan López siguen retumbando como heridas abiertas, mientras los asesinos intelectuales caminan libres, amparados en la complicidad estatal.
Los campesinos, criminalizados por defender un pedazo de tierra frente a los grandes intereses agroindustriales, son tratados como delincuentes en su propio país, encarcelados o desaparecidos por reclamar pan y tierra.
Los garífunas, hostigados por defender su identidad y su territorio ancestral. Víctimas de desapariciones forzadas que el Estado archiva en el silencio.
Miembros de iglesias, sociedad civil, intelectuales, periodistas, defensores de derechos humanos, amenazados y estigmatizados por el delito de pensar distinto, por el crimen de denunciar la podredumbre del poder.
¿De qué sirve condenar un atentado contra una autoridad si guardamos silencio frente a esta cadena interminable de muertes no resueltas? ¿Por qué se moviliza todo el aparato estatal con rapidez en los casos de alto impacto político, mientras miles de crímenes contra el pueblo trabajador nunca pasan de una denuncia olvidada en los archivos? La justicia en Honduras es como un espejo roto: refleja con claridad la imagen de los poderosos, pero deja en la penumbra las vidas de los pobres.
En este país, nadie debe ser tocado por una bala por lo que piensa. Ni Zelaya, ni un taxista, ni una mujer, ni un joven, ni un campesino, ni un obrero, ni un garífuna, ni un ambientalista, ni un periodista, ni nadie. La vida no se fragmenta, no se negocia, no se suplica: se respeta o se pierde toda posibilidad de llamarnos sociedad.
La impunidad no es un accidente, es un proyecto de clase. Es la garantía de los poderosos para perpetuar el saqueo; es la doctrina de un Estado que protege al camarada y condena al pueblo. A unos se les resguarda con escoltas, a otros se les entierra con prisa. Hablamos de justicia para los casos de alto impacto político, pero la justicia para los pobres queda sepultada bajo expedientes olvidados.
Hoy lo decimos con claridad: ningún proyecto político, ni de izquierda ni de derecha, tendrá legitimidad si no garantiza el respeto a la vida de todos los hondureños. Ningún discurso electoral vale una gota de sangre campesina; ninguna retórica de libertad justifica el feminicidio impune; ningún caudillo está por encima de la dignidad del pueblo.
Honduras ya no puede ser un cementerio ni matadero. No puede seguir siendo la fábrica de muertos que las mafias necesitan para gobernar con miedo. La vida debe estar en el centro, o el país seguirá desangrándose en nombre de ideologías podridas, caudillos fracasados y élites corruptas.