En los últimos desacuerdos y conflictos políticos del país ha sido complicado “desfacer entuertos”, debido al desgaste y agotamiento de la facilitación externa e interna de actores con habilidades de negociación política. En décadas pasadas -e incluso en coyunturas urgentes más recientes- cada una de ellas -o la combinación de ambas- han resultado vitales para acompañar procesos de diálogo político y colaborar en la construcción de una agenda común, destrabando no solo los impasses que se presentaron entre los participantes, sino también para dar seguimiento al cumplimiento de los objetivos previstos.
En los acuerdos políticos de finales de siglo XX y principios del XXI la facilitación externa solía hacerse y consolidarse con apoyo de organismos internacionales y la comunidad diplomática, en conjunto con sagaces facilitadores nacionales y la participación activa de los actores políticos y sociales más representativos. Los resultados, con altos y bajos, dejaban un balance favorable a la capacidad de dialogar y alcanzar consensos, bien para lograr reformas o superar conflictos. Es decir, había demostraciones palpables que entre nosotros “los acuerdos eran posibles”.
El diálogo político, sin embargo, no se hace en el vacío. No se trata solo de un ejercicio intelectual destinado a prestigiar a sus interlocutores y acompañantes técnicos. Tampoco se trata de un procedimiento a seguir para satisfacer caprichos, promesas proselitistas o agendas ajenas. El diálogo debe ser necesario para superar una crisis de gobernabilidad o legitimidad, en la que los actores políticos y sociales perciben amenazas no solo para la representación de los intereses ciudadanos y su participación efectiva, sino también para su continuidad como mandatarios.El desencanto colectivo con la clase política y la desafección partidaria creciente que se manifiesta en el creciente voto independiente y malestar ciudadano, nos reafirma que las simpatías están menos sujetas a la rigidez de lealtades de antes. Hablamos de una nueva forma de interactuar con las figuras políticas que se postulan para cargos de elección popular, que da peso -además de la novedad- a la percepción individual sobre la confianza y calidad de su eventual ejercicio público.
Hay incredulidad sobre la vocación de defensa de los intereses y aspiraciones populares por parte de los partidos políticos y sus figuras visibles. Esta falta de fe se ha reflejado en las últimas elecciones primarias y amenaza el proceso electoral del 30-N. Aunque se presuman mayorías en discursos, la realidad es que hay un profundo desmarque ciudadano de los partidos, que las dirigencias políticas no saben ni quieren leer como un riesgo para su legitimidad como intermediarios de los intereses de la población. Aunque parezca inútil, hacer autocrítica para entender lo que quiere en verdad la gente (y no solo escuchar al caudillo) es el primer paso para superar cualquier crisis y amenaza actuales a la continuidad democrática del país.