Luego de un prolongado proceso de disputa política por la presidencia y los espacios de decisión, Honduras se encamina hacia el 2026 con nuevas autoridades al frente del Estado. Este cambio obliga a recordar una verdad fundamental: el poder no es un trofeo conquistado, sino una responsabilidad ética y política frente a un pueblo que enfrenta profundas heridas sociales.
Gobernar Honduras significa asumir una realidad marcada por la violencia y la inseguridad. Homicidios, extorsiones, amenazas, reclutamiento forzado, violencia sexual y el dominio territorial del crimen organizado continúan condicionando la vida diaria de miles de familias. A ello se suma una corrupción persistente y una impunidad que erosionan la confianza ciudadana, permitiendo que numerosos delitos -en especial contra defensores de derechos humanos, periodistas y liderazgos comunitarios- permanezcan sin justicia.
Entre estas violencias, una de las más dolorosas y silenciadas es el abuso sexual contra niñas, niños y jóvenes. En muchos barrios, comunidades y ciudades, estos crímenes no solo quedan impunes, sino que se normalizan y se ocultan bajo pactos de silencio que re victimizan a las víctimas y protegen a los agresores. Honduras continúa siendo un país peligroso tanto para quienes defienden la tierra, el ambiente y los bienes comunes, como para quienes se atreven a romper el silencio, pagando muchas veces con la vida o con el aislamiento su compromiso con la verdad.
En lo socioeconómico, la falta de empleo digno y de oportunidades empuja a miles de jóvenes a emigrar, no por elección, sino por necesidad. El déficit habitacional y la carencia de servicios básicos afectan la salud y la dignidad de muchas familias. Esta precariedad se agrava con un sistema de salud debilitado y una educación pública en crisis, con hospitales sin insumos y docentes sin pago oportuno, limitando el presente y futuro del país. Estas carencias profundizan pobreza, desigualdad y exclusión, que el nuevo poder tiene la obligación ética y política de corregir.
Este nuevo año debe ser un punto de inflexión, una oportunidad para volver a colocar la dignidad humana en el centro del poder. A quienes hoy gobiernan, el pueblo les recuerda por qué llegaron hasta aquí: no para engordar bolsillos ni abusar del libre albedrío que otorgan las urnas, sino para cuidar la esperanza colectiva, garantizar derechos y abrir caminos de justicia y oportunidades. Gobernar es servir, es escuchar con humildad y tener el valor de transformar la realidad de quienes han sido olvidados. No olviden las calles de tierra que recorrieron durante la campaña, donde se sentaron a comer en los caminos empolvados y llenos de lodo, donde cada perro callejero parecía un amigo y cada rostro humano una historia que merece ser escuchada y atendida. Que cada recuerdo de cercanía con la gente guíe sus decisiones y les recuerde que el poder se ejerce para servir, no para servirse.
Que el 2026 marque el inicio de un gobierno que repare injusticias, restablezca la confianza ciudadana y ejerza el poder con ética, humanidad y un compromiso genuino con Honduras y su pueblo