La cuestión sobre la creación del agua y de los árboles no se agota en la explicación científica. Si bien la química y la cosmología nos muestran cómo el hidrógeno y el oxígeno se unieron para dar lugar al agua, y la biología explica la evolución de las plantas hasta convertirse en árboles, la filosofía se pregunta por el sentido de esa creación. No se trata únicamente de describir un proceso material, sino de comprender lo que el agua y el árbol representan en la experiencia del ser.
Tales de Mileto consideró al agua como el principio originario de todo lo existente. Esa visión no es un error primitivo, sino una intuición profunda: el agua no es solo un elemento más, sino la condición de posibilidad de la vida. En ella aparece la paradoja de lo común y lo esencial: lo que nos rodea en abundancia es, al mismo tiempo, aquello sin lo cual no hay existencia. Heráclito, por su parte, vio en el fluir del agua el ejemplo más claro del devenir, de la realidad que cambia sin cesar pero que nunca deja de ser. El agua, entonces, no es únicamente una sustancia física: es símbolo del tiempo, del tránsito, de la continuidad que no permanece igual y sin embargo no se extingue.
El árbol, en cambio, manifiesta otra dimensión de la existencia. Sus raíces hundidas en la tierra y sus ramas elevadas al cielo lo convierten en una imagen de verticalidad ontológica. Representa la unión de lo material y lo espiritual, de lo inmediato y lo trascendente. No es un objeto aislado, sino un nodo de relaciones: vive en interacción con el agua, la luz, el aire y la tierra. En este sentido, el árbol revela que la existencia no puede pensarse como algo separado, sino como una red de interdependencias. Desde Oriente hasta Occidente, el árbol ha simbolizado la permanencia, el crecimiento y la posibilidad de iluminación. Es, a la vez, materia viva y metáfora de la conciencia. (Continuará)