La violencia política, lejos de ser un término académico o un dato estadístico más, representa una herida abierta en el tejido social hondureño. En los meses recientes, como lo ha evidenciado la máster Yahaira Padilla desde su posición al frente del Iudpas de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, este fenómeno ha alcanzado niveles inusitados en el marco del proceso electoral de 2025.
Las cifras hablan por sí solas y son alarmantes: cientos de incidentes entre agresiones verbales, difamación, amenazas, coacción y agresiones físicas han sido documentados desde el llamado a elecciones, y aunque el número de homicidios vinculados directamente a la política puede parecer menor comparado con cifras pasadas, el incremento en otros tipos de violencia es innegable.
Este diagnóstico realizado desde la academia no es solo pesimismo, es también una invitación urgente a repensar cómo se hace política en Honduras, desde los candidatos hasta sus estructuras. La disputa por el poder no puede legitimarse a través de prácticas que intimidan, segregan o excluyen.
También implica que las instituciones encargadas de garantizar procesos justos y pacíficos deben fortalecer su capacidad de protección y respuesta.
La violencia política, en resumen, no solo amenaza la integridad de los comicios, sino la estabilidad del sistema democrático mismo. Una elección en la que la ciudadanía vota con miedo y donde la confrontación política se expresa en agresiones tangibles, por pequeñas que parezcan, es una elección que corre el riesgo de perder legitimidad.
Honduras enfrenta un desafío que va más allá de elegir autoridades: debe construir o reconstruir normas de convivencia política que restablezcan la confianza, protejan la participación pacífica y promuevan el respeto por la diversidad de voces.