El Balón de Oro, dicen, es el premio más prestigioso del fútbol mundial. El reconocimiento supremo al talento, la constancia y la disciplina. Pero como aquí no sobra ni talento ni constancia ni disciplina, me tomaré la libertad de usar este espacio para entregar el Balón de Oro a la Ineptitud.
Y ustedes dirán: “Bufón de la verdad, ¿cómo vas a ligar fútbol con política?, ¿acaso nos vas a recordar el partido de Salvador Nasralla o las entradas de ‘Tito’ Asfura que no solo tumban árboles sino también piernas?”. Y yo les contestaré: tranquila mi baleada con aguacate, que de eso se trata, de encontrar la lógica en el disparate. Si en Honduras existiera un galardón a la incompetencia, la alfombra roja ya estaría gastada. Para la categoría “Mejor desfalco en servicios públicos”, el nominado eterno es Mario Zelaya, que con el IHSS dejó un desfalco de más de 7,000 millones de lempiras y un estimado de 3,000 muertes evitables como saldo.
Todo un récord digno de un Balón de Oro negro. En la terna de “Tranquilos, en realidad no son tantos muertos”, no puede faltar Lena Gutiérrez, con el caso Astropharma y su millonario negocio de medicamentos sobrevalorados. El VAR de la justicia la dejó fuera de la cárcel, pero la nominación nadie se la quita. Pasemos a la categoría “Mejor papelón en pandemia”, donde el premio es casi automático para Invest-H. Compraron hospitales móviles por más de 1,100 millones de lempiras, algunos oxidados, otros sin equipo, y al final sirvieron menos que una mascarilla mojada.
En cualquier premiación decente esto sería un bochorno; aquí, apenas fue martes. Y no olvidemos la categoría especial “Juego sucio en campaña”, donde compiten todos los partidos: el de rojo, el de azul, el de Libre, y los que se inventen mañana. Porque en política hondureña no importa quién anote, siempre nos golean a los mismos: al pueblo.
Lo más irónico es que, igual que en el fútbol, en estas premiaciones al final siempre gana alguien. Solo que aquí, gane quien gane, todos perdemos.
El Balón de Oro a la Ineptitud no lo levantan ellos en un escenario glamoroso: lo cargamos nosotros cada vez que vamos al mercado, cada vez que se nos quema la baleada y cada vez que encendemos la tele para escuchar la misma vieja promesa con distinto uniforme.