No escribo desde la comodidad del éxito, ni desde una meta alcanzada. Todavía sigo en el camino, en la lucha diaria, en esa mezcla de cansancio y voluntad que no se cuenta en redes sociales. Aún soy ese que chapea terrenos, que hace trabajos de mecánica, de albañilería, de electricidad, y que estudia con las manos sucias pero el corazón lleno de ideas. Soy periodista. Pasante de Filosofía. Estoy por terminar Derecho. Pero a la par de eso sigo vendiendo ollas, verduras, ofreciendo servicios de fontanería. Y no lo digo con vergüenza, sino con claridad. No busco romantizar el esfuerzo, solo decir lo que es: la vida cuesta. El filósofo Albert Camus escribió que “el verdadero acto de valor no es morir, sino vivir con dignidad día a día”. Y eso intento hacer. No me levanto cada mañana con un discurso de motivación en la cabeza, sino con la necesidad de sobrevivir sin perder lo que soy.
No hay nada poético en tener que estudiar después de una jornada de trabajo físico. Pero tampoco hay derrota. Como decía Nietzsche: “El que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”. El mío, por ahora, es simple: no rendirme. No retroceder. Avanzar, aunque sea lento, aunque duela. No escribo estas líneas como héroe, ni como ejemplo. Solo como alguien que quiere dejar constancia de que sí se puede estudiar y trabajar, aunque a veces no se vea, ni se reconozca. Que hay quienes luchamos en silencio, cargando sueños en los bolsillos rotos. Y si tú también estás en eso, te hablo a ti: no estás solo. Tu esfuerzo también es valioso, aunque nadie lo aplauda. No nací con privilegios, pero nací con ganas. Y eso ha sido mi herramienta más poderosa. Mientras otros avanzaban sin obstáculos, yo aprendí a construir mi propio camino con lo que tenía: fuerza, fe, y un deseo profundo de no quedarme estancado. No se trata de ser mejor que nadie, sino de ser constante, incluso cuando nadie está mirando.