Por Anita Isaacs/The New York Times
Una vez conocí a un hombre en una comunidad rural a las afueras de Ciudad de Guatemala que había trabajado como chef de sushi en Estados Unidos, donde aprendió a hablar inglés e incluso algo de japonés. Tras ser arrestado durante una redada en su lugar de trabajo y deportado, soñaba con abrir su propio restaurante en Guatemala. Pero su confianza se había topado con una cruda realidad: en casa no había un camino claro para convertir sus nuevas habilidades en un medio de vida. En lugar de ello, batallaba para encontrar trabajo.
Como investigadora de quienes han sido devueltos a México y Centroamérica, he hablado con innumerables migrantes que se sintieron a la deriva al regresar a casa. A menudo son vistos con sospecha. Los patrones dudan en contratarlos. Los gobiernos ofrecen poco apoyo. Para muchas familias en dificultades, son una boca más que alimentar. Las pandillas los buscan para extorsionarlos o secuestrarlos.
Como parte de la intensificación de la aplicación de las leyes migratorias por parte de la Administración Trump, los vuelos de deportación llegan ahora casi a diario a Ciudad de Guatemala, a una base militar junto al Aeropuerto Internacional La Aurora.
Cientos de migrantes regresan cada semana a un País que, hasta hace poco, no contaba con un sistema coordinado para recibirlos. Casi 23 mil guatemaltecos fueron deportados entre enero y julio de este año. Muchos habían vivido en Estados Unidos gran parte de su vida adulta.
El volumen de personas que regresan ha obligado rápidamente al Gobierno a reconsiderar su enfoque. El Plan Retorno al Hogar, que comenzó en febrero, conecta a deportados con empleos que aprovechan sus habilidades lingüísticas y experiencia laboral, además de proporcionar documentos de identidad y apoyo en salud mental para ayudarlos a sobrellevar el trauma de la deportación. Es la dirección correcta.
Al tiempo que EU cierra sus puertas a los migrantes, los países centroamericanos deberían acogerlos. Los retornados aportan fluidez en inglés y experiencia en campos cruciales como la construcción, la hotelería, la industria alimenticia y el paisajismo, y muchos encarnan la mentalidad resiliente y proactiva que caracteriza el espíritu estadounidense. Con el apoyo adecuado, su empuje, talento y conocimientos pueden aprovecharse para impulsar nuevas industrias y fortalecer las economías de sus países de origen.
En Guatemala, el turismo sostenible podría ofrecer una vía. El sector turístico del País representa sólo alrededor del 5 por ciento del PIB, comparado con casi el 40 por ciento en Belice y alrededor del 9 por ciento en Costa Rica. Y, sin embargo, el País cuenta con todo lo que sus vecinos tienen para atraer a turistas: ruinas mayas, ciudades de la era colonial, majestuosas selvas tropicales y buen surfing.
Cuando visité Guatemala en enero, el Gobierno lidiaba con el repentino cambio en las relaciones entre EU y Guatemala y cómo abordar la inminente avalancha de migrantes que regresaban. Una solución que propuse a los funcionarios gubernamentales durante ese viaje fue vincular la reintegración de los migrantes con el desarrollo de una industria de turismo sostenible.
La idea fue recibida con entusiasmo: los líderes empresariales la vieron como una vía para asegurar la inversión gubernamental en carreteras, puentes y aeropuertos. Los líderes indígenas la vieron como una oportunidad para mostrar su emprendimiento, compartir su cultura y dar a los jóvenes una razón para quedarse. Los defensores de los inmigrantes visualizaron una oportunidad para reducir el estigma que enfrentan los deportados.
Más tarde, entrevisté a guatemaltecos residentes en Maryland, Pensilvania y Virginia sobre si considerarían irse de Estados Unidos y qué tipo de trabajo podrían desempeñar si lo hicieran. Dijeron que les encantaría regresar y aprovechar sus habilidades. Un hombre me dijo, “Regresaría sin dudarlo si tuviera la oportunidad de construir algo real en casa”. Hablaron de construir ecoalojamientos, abrir restaurantes de cocina fusión y diseñar el paisajismo de nuevos hoteles.
Guatemala sin duda enfrenta enormes retos que van mucho más allá de la reintegración de los retornados. La infraestructura del País se está desmoronando. La pobreza es generalizada. El crédito es difícil de conseguir. Muchas personas carecen de títulos de propiedad formales, lo que hace casi imposible desarrollar sus propiedades. El crimen organizado sigue siendo una amenaza persistente. Los hoteles no pueden llenar sus habitaciones si los turistas tienen demasiado miedo como para visitar. Los emprendedores no pueden abrir restaurantes si las pandillas los esperan afuera para extorsionarlos.
Durante décadas, la migración a Estados Unidos sirvió como una especie de válvula de escape a esos problemas, ofreciendo a los guatemaltecos la seguridad y las oportunidades que no podían encontrar en casa. Ahora, a medida que más personas regresan, vincular la reintegración con el turismo sostenible puede destacar como una forma de brindar tanto oportunidades económicas como la seguridad básica que se les ha negado durante mucho tiempo a los ciudadanos guatemaltecos.
Si Guatemala tiene éxito, podría ofrecer un modelo para la región. El Salvador y Honduras también están lidiando con oleadas de migración de retorno y han puesto en marcha sus propias iniciativas modestas, como ferias de empleo en El Salvador y subvenciones para pequeñas empresas en Honduras. El turismo ya forma parte de las estrategias económicas de ambos países: El Salvador le apuesta al surfing, Honduras a sus Islas de la Bahía. Pero ninguno —ni siquiera Guatemala— ha integrado formalmente a los deportados en estos esfuerzos.
La deportación es una pérdida para Estados Unidos y una ganancia para Centroamérica: al expulsar a la columna vertebral de su fuerza laboral, Estados Unidos brinda a otros la oportunidad de convertir esa fuerza en suya.
En Centroamérica, la migración de retorno es una realidad. Cada vuelo que aterriza en Ciudad de Guatemala, San Salvador o Tegucigalpa trae de regreso no a extranjeros, sino a compatriotas cuya experiencia en el extranjero les ha brindado habilidades, visión y conexiones globales. Centroamérica puede optar por desperdiciarlos o aprovechar su ambición y experiencia para transformar la región, de un lugar de donde se huye a un destino buscado por el mundo.
Anita Isaacs es profesora de ciencias políticas en Haverford College, en Pensilvania. Su investigación se centra en la reintegración de los migrantes retornados en México y Centroamérica. Envíe sus comentarios a intelligence@nytimes.com.
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