Por Dionne Searcey / The New York Times
Aún no se habían encendido las luces en Bullion Exchanges, en Nueva York, pero una clienta ya esperaba afuera. Jennifer Tessler había traído algunas joyas de oro de su madre, fallecida hace mucho tiempo, y varios dijes de oro de su propia pulsera de bebé que usó hace 77 años. Por fin había llegado el momento de vender, y sabía adónde ir: el distrito de los diamantes de la Ciudad.
Tessler se unió a lo que se ha convertido en una creciente peregrinación a la Calle 47, al tiempo que recién llegados y clientes habituales de mucho tiempo esperan beneficiarse de precios del oro que han alcanzado niveles históricos: más de 4 mil dólares la onza en semanas recientes, una señal de que inversionistas buscan un lugar seguro donde guardar su riqueza en medio de inquietud por la economía.
Los precios de la plata y el platino también han subido, lo que ha contribuido a crear un frenesí en el distrito de los diamantes.
Bullion Exchanges compra y vende metales preciosos en forma de lingotes, monedas o joyas. Un día el mes pasado, un lingote de oro con un valor de casi 1.5 millones de dólares yacía sobre una báscula. En el suelo estaban apilados contenedores de plástico con collares, pendientes y pulseras relucientes. El precio del oro en tiempo real se mostraba en una pantalla en la pared.
Cuando Tessler recibió los pequeños dijes que traía consigo, el precio del oro rondaba 35 dólares la onza. Tessler también trajo el brazalete de oro de su madre y la pieza más grande que esperaba vender: un collar de oro de 18 quilates.
Un empleado examinó las joyas, al limar las piezas y colocarlas bajo a una máquina especial similar a rayos X para comprobar su pureza. El empleado tenía malas noticias para Tessler: su collar de oro no era realmente de oro. Ella hizo una mueca. Pero también había buenas noticias. El resto de sus artículos estaban valuados en 7 mil 338 dólares.
“¡Estoy temblando, no lo puedo creer!”, exclamó. “Creo que voy a tomar una limusina a casa”.
A medida que avanzaba la mañana, se formaba una fila afuera. La gente cargaba bolsas pesadas. Los joyeros esperaban deshacerse de artículos que llevaban años en sus estantes sin vender. Un hombre entró en la tienda, se quitó el Rolex que llevaba en la muñeca y lo colocó sobre el mostrador.
También llegaron compradores, así como preparacionistas convencidos de que colapsaría la economía y veteranos comerciantes de oro que buscaban comprar lingotes de oro del tamaño de una barra de chocolate como inversión.
Albert Chan quería vender dos gruesos collares de oro que había recibido como regalo de bodas y que llevaban 20 años guardados en su armario. Se quedó boquiabierto al enterarse cuánto recibiría: 10 mil 163 dólares.
Casi a mediodía, era la hora de fundir. Sanjar Khamraev, un empleado, recogió el botín hasta el momento y lo vertió en una pequeña fundición. Argollas matrimoniales, regalos de Navidad y reliquias familiares se fundieron en una lava roja. Vertió la sustancia brillante en un molde con forma de barra que se quebró y chisporroteó al enfriarse. El producto terminado sería enviado a una refinería.
“Ahora es caro quedarse con esto”, dijo Ben Tseytlin, uno de los dueños de la tienda, al explicar por qué todo era fundido en vez de conservarlo intacto y venderlo.
La gigantesca bóveda de la compañía, a unos 18 metros bajo tierra, estaba repleta de monedas raras y lingotes de oro del tamaño de fichas de dominó. Tubos de plástico estaban llenos con 35 mil onzas de lingotes de plata de una transacción reciente.
Arriba, la pantalla mostraba el precio del oro subiendo poco a poco cada minuto. La tensión crecía. De vez en cuando, los clientes golpeaban el cristal de la tienda para que los dejaran entrar.
Una mujer entró y pidió comprar 10 lingotes de oro de una onza por un total de 41 mil 800 dólares. Pensaba pagar con cheque.
“¡Necesito comprar más hoy!”, gritó.
“No, no puede”, le dijo Aviana Wills, una empleada. Le preocupaba que el cheque de la mujer fuera a rebotar.
“¿Por qué no?”, chillaba la mujer una y otra vez.
Cerca de la hora de cerrar, entraron los dos últimos clientes del día. Uno tenía un lingote de oro de un kilo que quería vender. Otro tenía varios tubos de monedas de oro. Cada venta valía casi medio millón de dólares.
“¿Cuándo dejará de subir el precio del oro?”, preguntó uno de ellos.
“Esto es algo que nunca antes había visto”, comentó Tseytlin.
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